El lujo de comer 182 años de historia en las vajillas de Lhardy
El restaurante recupera su utilería del XIX para transportar a sus clientes al Madrid de Isabel II, Azorín o Mata Hari
Entre las paredes de los tres salones históricos de Lhardy ha pasado de todo: confabulaciones, reuniones y pactos. El resurgir del restaurante recuerda al Madrid de 1800 e invita a imaginar a Azorín bebiendo una taza de su tradicional consomé en el salón isabelino, las bandejas de plata y exuberantes faisanes en los banquetes de la reina Isabel II y a la bailarina –y espía– Mata Hari disfrutando de su última ‘media combinación’ antes de ser arrestada a la salida del local. Tras la toma de sus riendas por parte de Pescaderías Coruñesas, Lhardy ha recuperado parte de su identidad, además de su vajilla y cubertería originales, desempolvando un gran legado que estaba oculto para hacerlo accesible a todo el que lo quiera ver y disfrutar.
Sus paredes han sido testigo de romances, reuniones secretas y momentos clave como la Transición. Su salón isabelino ha recibido a todos los reyes de España desde su apertura: Isabel II –a la que debe su nombre–, Alfonso XII, Alfonso XIII, Don Juan Carlos y Felipe VI. Un imponente gueridón de 1800 preside el ambiente junto a una de las piezas más célebres, uno de los característicos samovares del restaurante, además del singular croquetero y la cubertería de oro, que se usa en ocasiones especiales.
En sus grandes espejos se han reflejado políticos, literatos y toreros, y siguen luciendo el luto por el fallecimiento de la reina Isabel II, cuando sus marcos fueron pintados de negro. La lista de piezas históricas es tan extensa que hace dudar al comensal: ¿restaurante o museo? Quizá Lhardy sea un poco de ambos. Muchas de estas piezas originales aguardaban su momento para volver a lucir en mesas y salones. No falta detalle, incluso se han recuperado los comanderos de 1841 en los que, siguiendo la tradición, aún se escribe a mano con letra afrancesada las recomendaciones del día.
Puede parecer extraño, pero cada pormenor está pensado para una época en la que los clientes no portaban chaquetas, sino capas, y en el que las cabinas aún no habían llegado a la capital. Casi en el centro del pequeño y estrecho pasillo, a medio camino entre el salón blanco y el isabelino, está el primer teléfono que hubo en Madrid. Una pequeño rincón, con una única luz en el techo, en la que apenas cabe una persona, alberga el aparato número 20 de España, recuperado en la reforma. Fue instalado allí por orden de Alfonso XII y hoy es un llamativo elemento para los más jóvenes, y un viaje al pasado para los clientes más longevos, que ven
El viaje en el tiempo se complementa con platos míticos como la lubina Bellavista
en él una ventana a su niñez. Todo parece haberse detenido en el tiempo, sin que nada resulte obsoleto. Cada rincón del restaurante trae hasta nuestros días una anécdota o un logro para el Madrid de la época: por ejemplo, ser el primer establecimiento público en el que se permitió entrar a las mujeres sin un hombre, en 1858. Los espacios Sarasate, Gayarre y Tamberlick conservan la esencia del restaurante, aunque son más recientes, y permiten ampliar los rincones en los que grandes personalidades y turistas pueden disfrutar de platos emblemáticos como la lubina Bellavista –fría– o su pato Canetón de las Landas a la naranja.
El salón blanco y el japonés no tienen nada que envidiar al isabelino. El primero de ellos ha servido de cobijo para incontables pactos políticos, empresariales y monárquicos. Parte de la plantilla afirma haber sido testigo de los acuerdos entre Santiago Carrillo y Manuel Fraga antes y después de haber ido al Congreso, además de los fortuitos encuentros entre Isabel II y sus acompañantes, para los que escogía este pequeño espacio, al que llegaba atravesando uno de los tantos pasadizos que, según los rumores, recorren Madrid. En cuanto al salón japonés, Emilio Lhardy, el fundador, intentó emular los tan de moda salones del té de Francia por aquella época, y alberga uno de los grandes tesoros del restaurante: una lámpara de las que tan solo hay dos en el mundo, regalo de Víctor Hugo y con unos dibujos que, según los expertos, hacen de ella una pieza de lo más singular. Una vez más, la historia y el arte se fusionan en Lhardy.