ABC (Andalucía)

Cuando la maldita inflación se apodera de la cartera

La inflación es la metástasis de la miseria, convierte el lujo en subsistenc­ia y el darse un capricho en inconscien­cia

- AGUSTÍN PERY

La inflación es la ruina que se enrosca en la cesta. Es sibilina, la jodida no alerta, llega y toma posesión de tu billetera. Un día te despiertas y te han subido la renta, otro vas a la frutería y piensas que a 69 euros el kilo de cerezas, lo mínimo es que pongan un guarda jurado en la puerta como en las joyerías de Serrano.

La inflación te aleja de la merluza, te redescubre la pescadilla, que el aceite es un ‘must’ y que lo básico no lo es tanto si ni a ti ni a los tuyos os salen las cuentas. La inflación, ladina ella, se extiende como la metástasis de la miseria porque convierte en lujo la subsistenc­ia y el darse un capricho en inconscien­cia.

La inflación no te da tiempo a acompasart­e con ella, no es la bancarrota ni la quiebra, no hay sopetón pero sí persistenc­ia, un martillo pilón que te obliga a emborronar tus cuentas domésticas en un rimero de facturas que no dan tregua. La inflación es muy puñetera, está aunque te empeñes en no darte cuenta, se embosca en la gasolinera.

La inflación es el guasap del colega, «mejor no cenamos fuera», la sabiduría de Teresa, «este verano, cabeza», la sorpresa en cadena, «el taxímetro no corre, vuela», la consigna que circula como una epidemia, «ahorra que a este ritmo, chato, no llegas ni a la cuesta posveranie­ga», y todo mientras los que saben no aciertan a ponerle fecha a su presencia.

Aquí en la Redacción el director ya se ha dado cuenta, me vigila de cerca, más que el BCE a la prima esa descocada que a tanto malo nos arriesga. Quirós sabe que cuando toca hablar de economía me entra una profunda somnolenci­a. Miro a Yolanda, María Jesús o Susana. Me explican, pacientes ellas, de qué va la vaina. Pongo cara de atención, pero no me entra. Tengo lejos la sesera. Es la lavadora que no arranca y el técnico de la empresa, que como un forense me da la mala nueva. «No hay nada que hacer. Le enviamos presupuest­o para una nueva, la visita son 25 euros». Qué frialdad, qué impersonal. Miedo me da abrir la nevera, cada vez más huérfana de caprichos, tan desierta, tan tristona ella que estoy por colgarle en la puerta: «Cerrada por cese temporal de actividad».

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