En defensa de algunas mentiras
La mentira política tiene una mala fama que no merece, a menos que introduzcamos matices
CHURCHILL mentía. Al igual que De Gaulle. Exactamente como mintió Pericles y, quizá, sólo algo mejor que como mentimos ustedes y yo. Si no les gustan estos referentes busquen otros más afines, pero ojalá se haga visible la misma conclusión. En política y en toda actividad pública a veces se miente. No en defensa propia ni para adornarse frente a un auditorio, sino por la íntima y razonable convicción de que fingir la virtud es el primer paso para hacerla verosímil. Las virtudes requieren siempre ensayo y repetición pues, en el ámbito de la acción, una mentira mil veces repetida sí puede acabar convirtiéndose en una sólida verdad. Para contagiar la excelencia hay que creerla posible.
La mentira política tiene una mala fama que no merece, a menos que introduzcamos matices. Es obvio que la falsedad deliberada o la inducción al error deben censurarse. La transparencia, la confianza mutua o el acceso a una información veraz son ingredientes indispensables en cualquier democracia. Pero la administración impúdica de la realidad o la exhibición de las miserias propias no tiene nada de loable. Quizás este sea el motivo por el que en el Génesis se prescribe la vergüenza, un mismo pudor que Platón elevaría a la condición de pasión política. El de Atenas se sirvió, para nombrarla, de una palabra tan bella como intraducible: ‘aidós’.
Nos cubrimos, disimulamos y exponemos nuestra mejor versión no por egoísmo o narcisismo, sino por estricto respeto a todos los que nos observan. Hay mentiras que, sobre todo, son una forma de cortesía. La veladura, el recato o la discreción son rasgos que nos humanizan y que nos recuerdan la esencia moral de la vida pública: debemos estar a la altura de nuestros iguales que nos observan. Algunos sabios dijeron que nada exige tanto como la mirada de los hijos o de la persona amada. Aristóteles en su ‘Poética’ nos dejó escrito que Homero nos enseñó, más que ningún otro, el arte de forjar mentiras de manera adecuada. Esa es la función de toda épica: presentarnos personajes que son mejores que nosotros para que podamos copiarlos y para convencernos de que también nosotros podríamos parecernos al héroe. La ficción es el nombre legítimo de la mentira, y por eso los mitos fundacionales evocan un tiempo en el que fuimos mejores, aunque ese tiempo nunca existiera.
Por todos estos motivos, el político peligroso no es aquel que finge ser mejor de lo que es, pues ese artificio es un signo de responsable civilidad. Quienes dan miedo son esos antropoides que afirman que no les importa lo que digan los demás y que no temen ser descubiertos. Suelen ser los mismos fanáticos de sí que exhiben como un logro el no arrepentirse de nada. Son los mismos idiotas que se jactan de decir siempre lo que piensan. Como si eso valiera algo.