ABC (Andalucía)

El poder de una menina

Por un instante quisimos parecernos a la Francia de Malraux y fingimos conocer que la política cultural es la mejor política de Estado

- DIEGO S. GARROCHO

NADA puede competir con el poder evocador de la pintura. Ni siquiera la realidad desnuda. Los buenos cuadros, como los buenos libros, no sólo condensan verdades esenciales de la vida sino que, de alguna manera, las construyen y las inspiran. Este es el motivo por el que, entre lo mucho ocurrido en la pasada Cumbre, fue especialme­nte atinada la fotografía de los líderes de la OTAN alrededor de ‘Las meninas’. Por un instante, quién sabe si por accidente, quisimos parecernos a la Francia de Malraux y fingimos conocer que la política cultural es la mejor política de Estado.

El cuadro de Velázquez, como todo el mundo sabe, es el acta fundaciona­l de la modernidad. Tanto es así que Michel Foucault comenzó ‘Las palabras y las cosas’ –tea en la que prendería la algarada del 68– analizando hasta el abuso la pintura del maestro sevillano. Pacheco le dijo a su alumno que la imagen debía salir del cuadro. Pero viendo la instantáne­a del otro día en El Prado, parece que los Biden, Johnson

y compañía lo que de verdad querían era meterse dentro de la pintura. El chucho aguardaba atento, por si acaso.

Los cuadros jamás se terminan y es su historia la que prolonga la intuición original del artista. Por eso ‘Las meninas’ ya nunca serán lo mismo y a partir de ahora podrán vincularse con la cumbre atlántica. La infanta Margarita, que cuántas cosas no habrá visto, se sabe ahora convocada para inspirar, tantos siglos después, una cuestión que fue, y mucho, una obsesión para su padre: la unión de armas.

Tres décadas antes de que Velázquez pintara su cuadro, el conde-duque de Olivares había planteado a Felipe IV la necesidad de generar una solidarida­d recíproca entre los distintos reinos, Estados y señoríos de la Monarquía Hispánica. El objetivo era que valenciano­s, portuguese­s, castellano­s o sicilianos pudieran socorrerse «con su sangre y con su gente», en la necesidad que tuvieran y generando una estructura de defensa compartida.

Andando el tiempo, no suena tan distinto el propósito de la Alianza Atlántica que busca coordinar su estrategia y sus recursos con una vocación de socorro mutuo. Donde antes había castellano­s o portuguese­s, hoy podríamos reconocer a franceses, alemanes o estadounid­enses reunidos para defender eso que algunos insisten en identifica­r como nuestros valores.

No estoy seguro de que tales valores existan, como bien prueba la desigual e irresponsa­ble actitud de nuestros ministros con respecto a la Cumbre. De lo que sí estoy convencido es de que la única manera que tenemos para reactivar una emoción común es servirnos de signos, de nombres y de rituales. Esta es la razón por la que fue un acierto robarle un posado al cuadro de Velázquez: sea lo que sea lo que queramos defender, es obvio que sólo podrá nutrirse de la raíz espiritual de la cultura.

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