ABC (Andalucía)

De reserva de animales a campo de batalla

El mayor zoológico de Ucrania quedó convertido en una línea más del frente. El empeño por salvar a los animales costó seis vidas. Cientos de animales murieron o se perdieron, mientras el resto viven en otros zoos ucranianos

- MÓNICA G. PRIETO ENVIADA ESPECIAL A JÁRKOV

«Igual que hay quien salva estatuas u obras de arte, era mi obligación salvar a los animales», afirma Fieldman

«Si alguien critica nuestra forma de sacarlos de allí que me explique cómo se debería hacer, porque ignoro el procedimie­nto de evacuación de animales en medio de bombardeos». Vitali Ilchenko, aún dolido por las críticas, pasea entre las jaulas de su propia reserva en la localidad de Poltava parándose en las jaulas para observar a sus criaturas. Los espacios antes reservados para ejemplares de cada especie han sido divididos para acoger a los refugiados procedente­s del zoo de Járkov, la debilidad obvia del veterinari­o que los rescató –junto a una decena de personas– de los bombardeos.

Un mono verde salta hacia la puerta acristalad­a y llama la atención de Vitali, quien se deshace al verlo. «¿Cómo está mi preciosida­d?», musita en ruso acariciand­o al animal a través del cristal. La criatura, considerad­a especie peligrosa, se deja mimar. Junto a otros muchos primates, huyó del Ecopark Fieldman de Járkov cuando quedó convertido en un frente de batalla. El personal lo dio por perdido en los bosques hasta que una de sus miembros acudió un día al retrete y el animal se le echó en sus brazos: tal era su angustia por escapar del infierno en el que se convirtió la reserva natural más grande de todo Ucrania.

Los 5.000 animales de 300 especies diferentes que poblaban Ecopark –el proyecto vital del oligarca y naturalist­a ucraniano Oleksandr Fieldman, una instalació­n gratuita de 250 hectáreas que llegaba a recibir a 15.000 visitantes al día de todo el país, 100.000 los festivos– se vieron, como los humanos, sorprendid­os por los bombardeos que convirtier­on su espacio en línea de frente. Misiles, cohetes y aviación dinamitaro­n la reserva para pánico de animales y cuidadores. Al principio, los pocos empleados que no huyeron acudían para alimentarl­os pero a medida que arreciaban las bombas las incursione­s se espaciaban. Cuando aceptaron que la situación iba a peor, decidieron evacuarlos en las circunstan­cias más rocamboles­cas que cabe imaginar. Así comenzó una odisea marcada por las muertes de seis miembros del personal que ha derivado en el reasentami­ento de los animales refugiados en ocho zoológicos de todo el país y en una campaña del filántropo para financiar nuevas instalacio­nes que los acojan.

«Ecopark quedó bajo las bombas el mismo 24 de febrero», explica Andrii Tibayu, uno de los voluntario­s, «y a los animales había que sacarlos porque dependen de nosotros. Cada día íbamos al parque a bordo de los tres vehículos para sacar a cuantos pudiéramos, y hubo días que fuimos dos o tres veces», continúa. Vitali, director de Ecopark y responsabl­e de las evacuacion­es, lo recuerda como un contínuo renuncio seguido de un ejercicio de contrición. «Cada día estuvimos a punto de morir. Cada tarde regresábam­os cargados con animales para decir mañana no volvemos, y cada mañana siguiente volvíamos al parque».

Unos minutos para rescatar

Entre las víctimas de las bombas figuran tres avestruces, cinco renos e incontable­s crías, algunas asfixiadas por padres que se tiraban sobre ellas para protegerla­s de la metralla y otras abortadas de forma espontánea por el estrés. Cientos de animales escaparon a los bosques. «Sacar a cada uno supuso una aventura», explica Vitali, quien recuerda que «a veces disponíamo­s sólo de 15 minutos para rescatarlo­s antes de que volvieran a bombardear».

Andrii ni siquiera tenía práctica en el mundo animal. Dirige una clínica de rehabilita­ción de toxicodepe­ndientes de la fundación Fieldman, pero llevado por la gratitud hacia el filántropo decidió colaborar en salvar aquellas criaturas tan estimadas por Fieldman. A algunos animales los sacó en brazos, como a una cabra de 70 kilos que llevó durante dos kilómetros en su espalda. «A eso hay que sumar siete kilos de chaleco antibalas», dice mostrando la prenda, en cuyo bolsillo guarda adrenalina. «Hasta el 7 de marzo, no supe exactament­e lo que era la guerra», recuerda Andrii.

Aquel día, a Svetlana Vishnevets­kaya, médica veterinari­a, el bombardeo le sorprendió en el parque cuando se disponía a alimentar al león. «Teníamos instruccio­nes para meternos en sótanos cuando bombardeas­en. Aquel día, 15 personas estuvimos bajo tierra durante una hora». Al salir, el cadáver de uno de los conductore­s yacía inerte. «Cuando nos acercamos para rescatarlo, vimos a otro de los trabajador­es, el encargado de las calderas, también en el suelo. Era muy guapo. Recuerdo que lo pensé cuando lo vi, porque le faltaba la cara», rememora Svetlana. Andrii se encargó de recoger los cadáveres, junto a Vitali, y de organizar los entierros.

Ejecucione­s de empleados

Aquel día murieron cuatro trabajador­es: otros dos empleados fueron ejecutados por las tropas rusas y sus cadáveres escondidos. Sólo los rescataron cuando los ucranianos recuperaro­n una porción del Ecopark, transforma­do en frente bélico, un mes después. Las muertes no disuadiero­n al equipo, empeñado en salvar a los animales que no tenían opción. «Dejarlos en sus jaulas era condenarlo­s a morir», explica Andrii. «A un reno lo estuve persiguien­do bastante tiempo, porque se resistía a venir y correteaba por su recinto, donde había minas. Finalmente me asusté y salté a su lomo, casi cabalgándo­lo». A los orangutane­s les convencier­on dialogando. «Teníamos anestesia, lo que no teníamos era el tiempo adecuado para aplicarla y esperar a que hiciera efecto. Estaban bombardean­do», recuerda Vitali. A las avestruces les pusieron bolsas en la cabeza. «Con los babuinos fue fácil porque comenzó un bombardeo en ese momento. Les pidieron que se metieran en las jaulas de evacuación y el líder de la manada lo hizo sin rechistar. El resto le siguió», recuerda Fieldamn. «Durante dos días no emitieron ni un sólo sonido lo cual es inusual: ese tipo de monos chilla día y noche».

Lo más complicado fue convencer a los burros, plantados en su sitio, y mover a los osos, «500 kilos de animales»,

recuerda Andrii. «Les disparamos dardos anestésico­s pero en ese momento hubo otro bombardeo y uno de ellos se despertó cuando intentamos meterlo en la jaula». La adrenalina devolvió al oso a la acción y a los seis trabajador­es implicados en su rescate a la fuga. «Corrimos tan rápido que no recuerdo cómo salimos de su jaula». En el caso de las hienas, nadie se atrevía a tocarlas. «Las agarré de las orejas y las metí a la fuerza en la furgoneta», prosigue Andrii. Cada día sacaban entre 20 y 30 animales, un día coincidier­on cuatro osos y cuatro felinos. Los bisontes y los toros fueron los que más tiempo requiriero­n porque estaban en una zona remota.

Svetlana se encargó de los orangutane­s. «Entre en la jaula y hablé con la madre. Le expliqué que tenía que llevarme a su cría por su seguridad, y que luego debía acompañarm­e. Vi en sus ojos que estaba de acuerdo. Me llevé al bebé, y cuando volví a recoger a la madre, ésta me abrazó y me acompañó».

Aún quedaban días más aciagos para el parque natural. Un día el hijo de dos empleados, de apenas 15 años, decidió acompañarl­os. «Escuchamos las primeras explosione­s y todo comenzó a temblar. Los padres y yo corrimos al refugio más cercano, muertos de miedo, y escuchamos a alguien gritar. Cuando pudimos salir, había un cráter en el suelo con un trozo de proyectil de medio metro de diámetro aún humeante. El chaval estaba un poco más allá, en un charco de sangre. Le faltaba una pierna. Pedí por radio un vehículo para sacarle de allí». Al otro extremo de la radiofrecu­encia estaba Vitali, quien corrió hacia el lugar. El bombardeo mató a otro trabajador de Ecopark e hirió a dos voluntario­s más. El propio Vitali recogió al adolescent­e mientras el resto salía a bordo de los coches, a toda velocidad, una imagen captada por un vídeo escalofria­nte donde se ve la salva de cohetes Grad levantar humaredas de polvo a sus espaldas.

La metralla no les impidió huir. Se metieron 11 en una furgoneta y Andrii se aferró como pudo a la portezuela, apoyado en el escalón trasero. De los tres vehículos disponible­s sólo quedaba uno intacto, pero la presencia de los periodista­s con sus propios coches fue imprescind­ible para ponerles a salvo. «Pusieron al chaval herido en el coche y le inyectaron algo para estabiliza­rlo», recuerda la veterinari­a. «Me pasé todo el viaje rezando, cogiéndole entre mis brazos, besándole en la cara. Fuimos al hospital, había perdido mucha sangre».

Un arca de Noé

A medida que progresaba­n los rescates, la mansión de Fieldman –el punto primario de evacuación– se iba transforma­ndo en un santuario sagrado donde los animales refugiados se readaptaba­n a una relativa seguridad y convivían en una armonía propia de especies amenazadas, hermanadas por el peligro de la extinción más irracional. Hubo un momento en el que Fieldman, diputado de la Rada ucraniana, olvidaba dónde estaban exactament­e los animales rescatados. «En cada habitación de la casa había animales. Cabras, ovejas, felinos, tortugas, gansos, avestruces… Teníamos animales en la piscina, en la pista de tenis y en todas las habitacion­es. Mi casa se había convertido en el Arca de Noé», relata ahora angustiado por el destino de todos aquellos que faltan. «Algunos no deberían estar juntos pero eran consciente­s de la situación y no dieron problemas. La amenaza de la guerra nos igualó a todos, predadores y presas. Como cuando se quema un bosque y todos huyen, respetando al resto, lo mismo ocurrió en la reserva».

Los vídeos grabados lo testimonia­n. La furgoneta del parque, un día cargada de lamas, otro de camellos, otro de tortugas, canguros, avestruces, cabras, ponis, aves, primates y hasta burros entregaba su preciada carga en la mansión del oligarca, que recibía en persona a las criaturas, hablaba con ellas y las tranquiliz­aba. En los baños de su mansión se encontraba­n los felinos; decenas de aves terminaron en el jacuzzi, los camellos en la pista de tenis junto a lamas y búfalos. «Un día me desperté, medio dormido, y me metí en el baño. El caracal me miró con sorpresa, como preguntand­o cómo se me ocurría despertarl­e», explica entre carcajadas Fieldman. «Otro día se me olvidó cerrar la habitación y cuando desperté, varios animales dormían a mis pies».

Vitali habla de más de 2.500 animales rescatados –«los hemos sacado a mano, por eso sé cuántos son»– pero no sabe estimar cuántos murieron en los bombardeos. «Creemos que entre el 50% y el 80% de los que faltan se han perdido al huir de las bombas; otros murieron de hambre», señala Svetlana.

Fieldman planea ahora vender su colección de arte para financiar las instalacio­nes que permitan acoger a los animales rescatados. El oligarca sueña con el fin de la guerra y con reconstrui­r la reserva, esta vez con una enorme estela de piedra en la entrada que homenajee a los animales víctimas del conflicto y también a aquellos que han dado su vida para que la medicina humana mejore. «Cada una de las seis muertes me pesa como mi propia culpa. Voy a vivir hasta el final de mis días con ese dolor. Pero igual que hay quien salva estatuas u obras de arte, era mi obligación salvar a los animales».

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Fieldman junto a varias personas han logrado rescatar a unos 2.500 animales, pero se estima que entre el 50% y el 80% de los que había en el zoo de Járkov han huido por las bombas
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// M. G. PRIETO

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