Doñana, sin retorno
La marisma ha reducido su población de animales, la presencia de agua y el cuidado de sus instalaciones y del entorno natural
Llegaba junio con sus vacaciones académicas y nos internábamos en la marisma de Doñana con la misión científica del anillamiento de aves. Por el camino, mientras atravesábamos quebradas, caños y lucios llenos de agua a bordo de nuestros caballos, íbamos capturando toda clase de aves acuáticas jóvenes y manconas, para su marcaje: patos de varias especies, gallaretas (fochas), garzas morenas, gallos azules (calamones), gaitas (somormujos), avefrías, cigüeñuelas, baquiruelas (avocetas), etcétera. Al llegar a nuestro refugio, en medio del humedal, encontrábamos que una cerceta pardilla había anidado en un pesebre de la cuadra y otra en el arriate de geranios de la puerta de la casa. Incluso encontrábamos alguna muerta en el interior, adonde había entrado a través de la chimenea en busca de un lugar para poner sus huevos y luego no había podido salir. Las aguas, todavía abundantes, hervían de vida salvaje y se revestían de una profusa vegetación de eneas, ballunco y castañuela. Y los fondos aparecían literalmente alfombrados de ranas, anguilas, peces y gallipatos.
Hoy, cuando escribo estas líneas, es junio y acabo de volver de la marisma. Como viene ocurriendo últimamente con reiteración, llego con el alma en los pies, invadido por la impotencia y la decepción. Todo está seco y lleva así años. La vegetación ha cambiado de forma radical y con ello ha desaparecido la fauna habitual. Apenas hay algunas aves esteparias, como terreras, calandrias y gangas, donde antes nadaba y chapoteaba una interminable lista de larolimícolas, anátidas y flamencos. También muchos buitres, que se han hecho residentes por la abundancia de cadáveres del ganado que se muere de hambre. Y otras especies oportunistas que acaban con lo poco que hay: zorros, meloncillos y jabalíes, que están por todas partes, libres de cualquier clase de control. He pasado por el pozo de Las Coladas, en otro tiempo rodeado de altas matas de paja acuática que me cubrían, aun cuando iba montado a caballo, y ahora entre matas de almajo que han colonizado hasta los lechos más bajos. La caja del pozo aparecía cegada de escombros y tierra y el abrevadero derrumbándose. Ni una gota de agua había en él.
Las antiguas casas de guardas están abandonadas, vandalizadas y derruidas. Cerrados construidos por los biólogos para estudiar la presión de la fauna sobre la vegetación aparecen olvidados, con las cercas hechas pedazos y esparcidas por el suelo. Todo está envuelto en una indescriptible sensación de desinterés y de decadencia que resulta inconcebible en un espacio dotado de la categoría de Reserva de la Biosfera. Cualquier canal de riego de Lebrija o de Sanlúcar alberga ahora más biodiversidad que la marisma del emblemático espacio protegido. Las únicas colonias prósperas de aves que hemos observado están en la periferia del parque, en fincas de propiedad privada ajenas a la injerencia de la administración pública.
Con frecuencia somos testigos de cómo políticos y gobernantes entonan propósitos firmes de salvar Doñana, pero la única salvación posible, si es que existe alguna, pasa por la desaparición de quienes, con respecto a la conservación de la biodiversidad, adoptan decisiones basadas en sus propios intereses partidistas y personales. Doñana no parece tener retorno.