El secreto encanto de los corzos
Con ellos, más que cazar se persigue la ilusión de lo que fue
La cacería del corzo es el engañabobos que los del Imserso practicamos creyendo que todavía cazamos como antaño. En verdad, es cacería para la tercera y hasta para la cuarta edad: se lleva a cabo en primavera u otoño, con buen tiempo y temperaturas suaves y en zonas afables.
Por la tarde, lo aconsejable es el aguardo, esperar a que los animales despierten de su siesta y salgan a lo limpio; el esfuerzo físico consiste en esperar sentado, incluso en esas butacas plegables que la industria británica puso a disposición de cazadores y pescadores. Sobre una piedra el catalejo y medidor para facilitar el disparo y, al alcance, un trípode en el que apoyarse y mejorar la puntería.
Si se tiene éxito, nuestro acompañante –guarda o vendedor del precinto– se ocupará de traer al puesto el animal abatido para terminar con la sesión fotográfica que puede obligarnos a mantenernos en incómoda posición sosteniendo la cabeza del corzo para que se valore mejor el trofeo. Verdaderamente esforzado. Como se ha podido apreciar, todo se realiza con denuedo y mucha entrega física.
La cacería cambia si es por la mañana, entonces se trata de recorrer los terrenos donde los corzos suelen pastar para sorprenderlos antes de que se retiren para rumiar su alimento. Este pequeño cérvido ahora puebla toda la Península pero los de mejor cuerna comparten los terrenos calizos con la trufa; y no se trata de las cumbres pirenaicas, así que es un plácido paseo por terrenos entrellanos o suavemente ondulados.
Lo más duro es el horario; a medida que avanza la temporada y crecen las horas de luz, la madrugada retrocede a unas horas imposibles y para agravar el problema el ocaso se planta cerca de las diez ‘post meridiem’. En definitiva, no dormimos de noche y en cambio sobran horas durante el día.
Un auténtico sinvivir esta cacería. Para que se comprenda mejor, confieso aquí mis experiencias: estuve dedicado durante varios días a un corzo ‘con peluca’. Por las tardes vigilaba una ladera con claros y espesares donde, al parecer, se había avistado, y por las mañanas recorría un arroyo al que aseguraban que salía con asiduidad. Naturalmente, nunca llegué a verlo, pero regresaba cada vez feliz con el tiempo empleado, deseando volver para repetir.
Además de viejo, tonto; y es que con los corzos no se cazan presas, se persiguen ilusiones.