En deuda con la ejemplaridad
«Una cosa es el reconocimiento a unos genios de otros tiempos y otra distinta admitir esa nueva Inquisición que, con su fe organizada sobre valores totalitarios, nos machaca con la excusa del ‘me too’, la causa feminista o un progresismo virtual. Ideas tan pintorescas como que “solo el sí es sí”, que los Reyes Católicos eran franquistas son prueba de la nueva normalidad. La ejemplaridad quiere que deje de ser un asunto de personas para convertirse en utopías de un sistema apócrifo que solo a ellos justifica»
EN el principio fue el ‘exemplum’, como hubiera podido decir san Juan; el modelo o prototipo origen de todo, pero con el paso del tiempo los modelos variaron. La ejemplaridad no es un concepto absoluto, y menos aún circunscribible a cosa de santos. Sus prototipos se encuentran en los campos más diversos, como en la belleza, en la inteligencia artificial, en las buenas obras... Siempre están inspirados en alguien: en los ojos de Cleopatra, en las ideas de Marvin Minsky o en la piedad de la madre Teresa. Ahora bien, como noción es tan poliédrica que no transmite ningún mensaje que nos garantice el paraíso.
Aun así, su valor por excelencia es el de las contribuciones morales, aquellas capaces de dejar tras de sí una estela que nos bonifique. Verbigracia: Cervantes fue el padre de la novela moderna; sus ‘Novelas ejemplares’ eran didácticas: diez transmitían realismo y otras diez, imaginación. O la contribución de los padres de la Constitución americana a la democracia actual, reproducida como arquetipo en multitud de países. O Cáritas, una institución tan prestigiosa en nuestra sociedad que sus donantes filántropos se fían más del buen uso de sus fondos que de la gestión de estos por ellos mismos. Y así muchos más.
Sin embargo, siendo esencialmente buena, la ejemplaridad no puede prescindir de pasiones que la entrelazan de un modo ininterrumpido. Nadie es fiel a todas las leyes. Somos imperfectos, y al analizar nuestras contribuciones hay que saber matizar o nos quedaremos pronto sin modelos. Neruda, Chaplin, Picasso, Alberti... eran comunistas y mujeriegos recalcitrantes; alguno, incluso maltratador. Pero vistos bajo el microscopio resultan retóricos. Neruda, un ‘bon vivant’. Picasso, mal representado en el Hermitage por su tacañería. Chaplin, jubilado en Suiza... por impuestos. Alberti, un adulador servil a Stalin. Aun así, cabe decir que la ejemplaridad de Alberti sobresale más como poeta que como ‘pelota’ y en cuanto al resto de los aludidos, sus etiquetas machistas no los hacen menos admirables. Prevalece más lo que aportaron a la sociedad que lo que hacían o decían, y en justicia deben ser valorados por aquellas contribuciones. Conclusión: la ejemplaridad solo es una faceta entre varias en la vida de un individuo. Mucho me temo que se puede ser en algo ejemplar y, a la vez, mala persona.
Pero una cosa es el reconocimiento a unos genios de otros tiempos y otra distinta admitir esa nueva Inquisición que, con su fe organizada sobre valores totalitarios, nos machaca con la excusa del ‘me too’, la causa feminista o un progresismo virtual. Ideas tan pintorescas como que «solo el sí es sí», que los Reyes Católicos eran franquistas o que pasar de curso con un suspenso es lo lógico, son prueba de la nueva normalidad. La ejemplaridad quiere que deje de ser un asunto de personas para convertirse en utopías de un sistema apócrifo que solo a ellos justifica.
El ejemplo, como tal, es la fuente de un poder secreto silencioso, contagioso y transformador que nos invade, nos colma y nos endeuda en reconocimiento. Nuestro país ha sido últimamente favorecido por conductas excelentes. Me refiero al deslumbrante sacrificio de Rafael Nadal, la generosidad de Amancio Ortega, el triunfo milagroso del Real Madrid o el saber estar de nuestro Rey Felipe VI. Pocos países podrían concitar modelos similares de categoría mundial. Se precisaría un gran empeño en conciliar agendas para reunir en un té con pastas al Papa Francisco, a Isabel II, a Zelenski y a Roger Federer.
Claro que, para el pensamiento totalitario, el éxito es anatema; confirma algo archisabido: la desigualdad es natural. Así que, para neutralizarlo, concluyen sin rubor que Nadal es alguien que «se pincha»; Amancio Ortega, un evasor de impuestos; el Rey Felipe, un hijo de su padre, y Florentino Pérez, un cacique de la UEFA. Esto me recuerda algo. Visitaba una casa espléndida. Los dueños, orgullosos, preguntaron cuando nos íbamos: «¿Qué os ha parecido?», y alguien respondió: «La puerta no tiene mirilla». Efectivamente, no la tenía. Por desgracia, hay muchos ‘mirillas’ celosos y resentidos en nuestra sociedad que tratan de desacreditar lo grande por lo pequeño o no probado, como hicieron con Rita Barberá o con Woody Allen.
La ejemplaridad pasa de padres a hijos o de profesores a alumnos por ósmosis, pero también hay otras transmisiones más atmosféricas y sutiles. Antes de la Guerra Civil, el ‘Guernica’ de Picasso ya se adivinaba en unos bocetos orientativos. Don Pablo se había acercado a los fusilamientos de Goya antes que al País Vasco. ¿Dónde estaba el patrón a copiar? En el dramatismo. Ciertamente, si dijera que Wagner, un declarado racista, fue un hombre a imitar, sería vilipendiado, pero si mantenemos audacia de mente reconoceremos que Wagner ha servido de correa de transmisión para producciones tan actuales como ‘La guerra de las galaxias’, ‘Juego de tronos’ o ‘El Señor de los Anillos’. ¿Dónde estaba el patrón a copiar? En la grandiosidad.
Cuando relacionamos la ejemplaridad con la política, viene al caso una pregunta capital: ¿quién debe ser más ejemplar para nosotros, el presidente del Gobierno o un gran tenista? Obviamente, el presidente del Gobierno. Pues bien, no creo que haya muchos ciudadanos –incluidos los propios ministros– que le digan a su hijo: «Quiero que de mayor seas como el presidente del Gobierno». Ortega definía la categoría de una persona por su autoexigencia y... usted dirá. Lo que debe quedar claro es que en este aserto la ideología es superflua. Pensemos en la categoría humana de José Mujica, expresidente de Uruguay y exguerrillero.
Por supuesto que, al final, al atribuir una categoría a las personas y a su impacto en la sociedad, debería prevalecer un saldo positivo en una contabilidad de sumas y restas, o, al menos, eso sería lo razonable, pero no siempre es así. ¿Qué cabe hacer en esos casos? No olvidemos que la ejemplaridad no la impone ningún ‘influencer’. Es una virtud de los demás –eso es cierto– pero soy yo quien, al aceptarla o rechazarla, la defino y, con ello, me defino. Cada uno con su criterio delimita lo valioso a imitar. La ejemplaridad es un concepto básico para la progresión y la vida. Siempre tendrá futuro, pero dadas las complejidades que nos rodean y los enemigos que la combaten, será más exigida y gozará de modelos más escuetos y concisos. ¿Verdad que cuesta cada vez más parpadear de emoción y encontrarlos? Sí, y por eso nuestra deuda con las personas ejemplares debe ser más tenaz y agradecida. Representan lo que hubiéramos querido ser y no pudimos.