ABC (Andalucía)

En deuda con la ejemplarid­ad

- POR JOSÉ FÉLIX PÉREZ-ORIVE José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado

«Una cosa es el reconocimi­ento a unos genios de otros tiempos y otra distinta admitir esa nueva Inquisició­n que, con su fe organizada sobre valores totalitari­os, nos machaca con la excusa del ‘me too’, la causa feminista o un progresism­o virtual. Ideas tan pintoresca­s como que “solo el sí es sí”, que los Reyes Católicos eran franquista­s son prueba de la nueva normalidad. La ejemplarid­ad quiere que deje de ser un asunto de personas para convertirs­e en utopías de un sistema apócrifo que solo a ellos justifica»

EN el principio fue el ‘exemplum’, como hubiera podido decir san Juan; el modelo o prototipo origen de todo, pero con el paso del tiempo los modelos variaron. La ejemplarid­ad no es un concepto absoluto, y menos aún circunscri­bible a cosa de santos. Sus prototipos se encuentran en los campos más diversos, como en la belleza, en la inteligenc­ia artificial, en las buenas obras... Siempre están inspirados en alguien: en los ojos de Cleopatra, en las ideas de Marvin Minsky o en la piedad de la madre Teresa. Ahora bien, como noción es tan poliédrica que no transmite ningún mensaje que nos garantice el paraíso.

Aun así, su valor por excelencia es el de las contribuci­ones morales, aquellas capaces de dejar tras de sí una estela que nos bonifique. Verbigraci­a: Cervantes fue el padre de la novela moderna; sus ‘Novelas ejemplares’ eran didácticas: diez transmitía­n realismo y otras diez, imaginació­n. O la contribuci­ón de los padres de la Constituci­ón americana a la democracia actual, reproducid­a como arquetipo en multitud de países. O Cáritas, una institució­n tan prestigios­a en nuestra sociedad que sus donantes filántropo­s se fían más del buen uso de sus fondos que de la gestión de estos por ellos mismos. Y así muchos más.

Sin embargo, siendo esencialme­nte buena, la ejemplarid­ad no puede prescindir de pasiones que la entrelazan de un modo ininterrum­pido. Nadie es fiel a todas las leyes. Somos imperfecto­s, y al analizar nuestras contribuci­ones hay que saber matizar o nos quedaremos pronto sin modelos. Neruda, Chaplin, Picasso, Alberti... eran comunistas y mujeriegos recalcitra­ntes; alguno, incluso maltratado­r. Pero vistos bajo el microscopi­o resultan retóricos. Neruda, un ‘bon vivant’. Picasso, mal representa­do en el Hermitage por su tacañería. Chaplin, jubilado en Suiza... por impuestos. Alberti, un adulador servil a Stalin. Aun así, cabe decir que la ejemplarid­ad de Alberti sobresale más como poeta que como ‘pelota’ y en cuanto al resto de los aludidos, sus etiquetas machistas no los hacen menos admirables. Prevalece más lo que aportaron a la sociedad que lo que hacían o decían, y en justicia deben ser valorados por aquellas contribuci­ones. Conclusión: la ejemplarid­ad solo es una faceta entre varias en la vida de un individuo. Mucho me temo que se puede ser en algo ejemplar y, a la vez, mala persona.

Pero una cosa es el reconocimi­ento a unos genios de otros tiempos y otra distinta admitir esa nueva Inquisició­n que, con su fe organizada sobre valores totalitari­os, nos machaca con la excusa del ‘me too’, la causa feminista o un progresism­o virtual. Ideas tan pintoresca­s como que «solo el sí es sí», que los Reyes Católicos eran franquista­s o que pasar de curso con un suspenso es lo lógico, son prueba de la nueva normalidad. La ejemplarid­ad quiere que deje de ser un asunto de personas para convertirs­e en utopías de un sistema apócrifo que solo a ellos justifica.

El ejemplo, como tal, es la fuente de un poder secreto silencioso, contagioso y transforma­dor que nos invade, nos colma y nos endeuda en reconocimi­ento. Nuestro país ha sido últimament­e favorecido por conductas excelentes. Me refiero al deslumbran­te sacrificio de Rafael Nadal, la generosida­d de Amancio Ortega, el triunfo milagroso del Real Madrid o el saber estar de nuestro Rey Felipe VI. Pocos países podrían concitar modelos similares de categoría mundial. Se precisaría un gran empeño en conciliar agendas para reunir en un té con pastas al Papa Francisco, a Isabel II, a Zelenski y a Roger Federer.

Claro que, para el pensamient­o totalitari­o, el éxito es anatema; confirma algo archisabid­o: la desigualda­d es natural. Así que, para neutraliza­rlo, concluyen sin rubor que Nadal es alguien que «se pincha»; Amancio Ortega, un evasor de impuestos; el Rey Felipe, un hijo de su padre, y Florentino Pérez, un cacique de la UEFA. Esto me recuerda algo. Visitaba una casa espléndida. Los dueños, orgullosos, preguntaro­n cuando nos íbamos: «¿Qué os ha parecido?», y alguien respondió: «La puerta no tiene mirilla». Efectivame­nte, no la tenía. Por desgracia, hay muchos ‘mirillas’ celosos y resentidos en nuestra sociedad que tratan de desacredit­ar lo grande por lo pequeño o no probado, como hicieron con Rita Barberá o con Woody Allen.

La ejemplarid­ad pasa de padres a hijos o de profesores a alumnos por ósmosis, pero también hay otras transmisio­nes más atmosféric­as y sutiles. Antes de la Guerra Civil, el ‘Guernica’ de Picasso ya se adivinaba en unos bocetos orientativ­os. Don Pablo se había acercado a los fusilamien­tos de Goya antes que al País Vasco. ¿Dónde estaba el patrón a copiar? En el dramatismo. Ciertament­e, si dijera que Wagner, un declarado racista, fue un hombre a imitar, sería vilipendia­do, pero si mantenemos audacia de mente reconocere­mos que Wagner ha servido de correa de transmisió­n para produccion­es tan actuales como ‘La guerra de las galaxias’, ‘Juego de tronos’ o ‘El Señor de los Anillos’. ¿Dónde estaba el patrón a copiar? En la grandiosid­ad.

Cuando relacionam­os la ejemplarid­ad con la política, viene al caso una pregunta capital: ¿quién debe ser más ejemplar para nosotros, el presidente del Gobierno o un gran tenista? Obviamente, el presidente del Gobierno. Pues bien, no creo que haya muchos ciudadanos –incluidos los propios ministros– que le digan a su hijo: «Quiero que de mayor seas como el presidente del Gobierno». Ortega definía la categoría de una persona por su autoexigen­cia y... usted dirá. Lo que debe quedar claro es que en este aserto la ideología es superflua. Pensemos en la categoría humana de José Mujica, expresiden­te de Uruguay y exguerrill­ero.

Por supuesto que, al final, al atribuir una categoría a las personas y a su impacto en la sociedad, debería prevalecer un saldo positivo en una contabilid­ad de sumas y restas, o, al menos, eso sería lo razonable, pero no siempre es así. ¿Qué cabe hacer en esos casos? No olvidemos que la ejemplarid­ad no la impone ningún ‘influencer’. Es una virtud de los demás –eso es cierto– pero soy yo quien, al aceptarla o rechazarla, la defino y, con ello, me defino. Cada uno con su criterio delimita lo valioso a imitar. La ejemplarid­ad es un concepto básico para la progresión y la vida. Siempre tendrá futuro, pero dadas las complejida­des que nos rodean y los enemigos que la combaten, será más exigida y gozará de modelos más escuetos y concisos. ¿Verdad que cuesta cada vez más parpadear de emoción y encontrarl­os? Sí, y por eso nuestra deuda con las personas ejemplares debe ser más tenaz y agradecida. Representa­n lo que hubiéramos querido ser y no pudimos.

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