La hornilla del verano
Vivir en el miedo perpetuo desconcierta. Por eso la gente se junta, se tose, celebra y exorciza, a veces de la peor manera posible
EL verano tiende al estropicio. Y en año de guerra e inseguridad económica, todavía más. Persiste en el ambiente una sensación de descalabro, empobrecimiento y desastre. Algo así como la globalización del apocalipsis y la certeza de que el fin del mundo se ha mudado a vivir a casa. Que si el megavatio está a más de 200 euros y la inflación llegará a más del 10%. Que si la economía se irá a pique y conviene no mover ni un dedo hasta que eso pase. Que si el IPC y sus ajustes triturarán la cuenta bancaria. Que si el aumento del alquiler y la lista de la vuelta al cole... La letanía es larga y enjundiosa. Ha llegado a su clímax con el vaticinio del líder de la oposición de estar a las puertas de la peor crisis económica. Que no falten el miedo ni las ganas de tenerlo y, encima, se desata una séptima ola de una pandemia que elegimos guardar bajo la alfombra.
Los que empacan maletas lo hacen preguntándose qué encontrarán a la vuelta; los que no pueden permitírselo, se zambullen en la pretemporada del pesimismo. Vivir pensando que algo va mal o acabará mal obliga a avanzar a base de colapsos. Pensar en un viaje como el último antes de que todo se vaya al demonio económico desdibuja las expectativas e induce a la frustración. Se parece al miedo de beber el vaso de agua que no alcanzará para todos y empeora esa hornilla veraniega que alborota en todos nosotros la duda sobre si hemos tomado o no el camino correcto.
El verano es ese pebetero en el que se inaugura, si se puede, la competición en busca de lo extraordinario, y que suele llegar casi siempre en su versión menos amable. Es el tiempo de las fiestas, las comilonas y los excesos. En sus días se destrozan y se inauguran los amores, se amasan y se deshacen las esperanzas. Mueren los plazos y los matrimonios. El verano tiene la belleza de las cosas que llegan a su fin. Se parece a la uve quebrada que distingue su caligrafía. Es el solsticio que precede a la oscuridad de las noches largas y por eso se vive con desafuero, ansiedad y cierta enajenación.
A la calle le pasa algo, la recorre ya no un deseo de desconectar sino directamente de desenchufar. De apagar el mundo y dejarlo tirado en el primer contenedor. Los hombres y las mujeres atraviesan la víspera vacacional como un desierto exasperante. En menos de ocho días, he presenciado tres peleas, todas ocasionadas por asuntos nimios. La primera acabó a puñetazos, la segunda, entre dos madres, llegó al clímax con improperios y amenazas de llamar a la Policía y la última, a gritos. El apocalipsis agota y vivir en el miedo perpetuo desconcierta, ablanda, enloquece y enfurece. Por eso, instintivamente, cuando llega julio, la gente se marcha, empaca, evade, se junta, se tose, celebra y exorciza, a veces de la peor forma posible. El verano rehúye a la verdadera catarsis y normalmente posterga el desasosiego o lo amplifica. Queda convertido en una hoguera de la que nadie sale purificado.