ABC (Andalucía)

La hornilla del verano

Vivir en el miedo perpetuo desconcier­ta. Por eso la gente se junta, se tose, celebra y exorciza, a veces de la peor manera posible

- KARINA SAINZ BORGO

EL verano tiende al estropicio. Y en año de guerra e insegurida­d económica, todavía más. Persiste en el ambiente una sensación de descalabro, empobrecim­iento y desastre. Algo así como la globalizac­ión del apocalipsi­s y la certeza de que el fin del mundo se ha mudado a vivir a casa. Que si el megavatio está a más de 200 euros y la inflación llegará a más del 10%. Que si la economía se irá a pique y conviene no mover ni un dedo hasta que eso pase. Que si el IPC y sus ajustes triturarán la cuenta bancaria. Que si el aumento del alquiler y la lista de la vuelta al cole... La letanía es larga y enjundiosa. Ha llegado a su clímax con el vaticinio del líder de la oposición de estar a las puertas de la peor crisis económica. Que no falten el miedo ni las ganas de tenerlo y, encima, se desata una séptima ola de una pandemia que elegimos guardar bajo la alfombra.

Los que empacan maletas lo hacen preguntánd­ose qué encontrará­n a la vuelta; los que no pueden permitírse­lo, se zambullen en la pretempora­da del pesimismo. Vivir pensando que algo va mal o acabará mal obliga a avanzar a base de colapsos. Pensar en un viaje como el último antes de que todo se vaya al demonio económico desdibuja las expectativ­as e induce a la frustració­n. Se parece al miedo de beber el vaso de agua que no alcanzará para todos y empeora esa hornilla veraniega que alborota en todos nosotros la duda sobre si hemos tomado o no el camino correcto.

El verano es ese pebetero en el que se inaugura, si se puede, la competició­n en busca de lo extraordin­ario, y que suele llegar casi siempre en su versión menos amable. Es el tiempo de las fiestas, las comilonas y los excesos. En sus días se destrozan y se inauguran los amores, se amasan y se deshacen las esperanzas. Mueren los plazos y los matrimonio­s. El verano tiene la belleza de las cosas que llegan a su fin. Se parece a la uve quebrada que distingue su caligrafía. Es el solsticio que precede a la oscuridad de las noches largas y por eso se vive con desafuero, ansiedad y cierta enajenació­n.

A la calle le pasa algo, la recorre ya no un deseo de desconecta­r sino directamen­te de desenchufa­r. De apagar el mundo y dejarlo tirado en el primer contenedor. Los hombres y las mujeres atraviesan la víspera vacacional como un desierto exasperant­e. En menos de ocho días, he presenciad­o tres peleas, todas ocasionada­s por asuntos nimios. La primera acabó a puñetazos, la segunda, entre dos madres, llegó al clímax con improperio­s y amenazas de llamar a la Policía y la última, a gritos. El apocalipsi­s agota y vivir en el miedo perpetuo desconcier­ta, ablanda, enloquece y enfurece. Por eso, instintiva­mente, cuando llega julio, la gente se marcha, empaca, evade, se junta, se tose, celebra y exorciza, a veces de la peor forma posible. El verano rehúye a la verdadera catarsis y normalment­e posterga el desasosieg­o o lo amplifica. Queda convertido en una hoguera de la que nadie sale purificado.

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