ABC (Andalucía)

Indignos disimulos

Allí surgieron, por vez primera, las manos blancas de los estudiante­s para distinguir­las de las manos manchadas de sangre de los sicarios

- LUIS DEL VAL

domingo, hacia el mediodía, hablo con mi hija. Me cuenta que se acostó muy tarde, porque tuvieron reunión en su casa hasta muy entrada la madrugada. También estuvieron mi hijo y su mujer, porque los cuatro años de diferencia se han pulido con el tiempo, y entre los cuñados también ha surgido un afecto que se acerca a lo fraternal. Siento una complacenc­ia que me envuelve, esas satisfacci­ones sosegadas que no tienen

L Enada que ver con el triunfo tras la competició­n, sino que son regalos que te proporcion­a la vida.

Menos de una hora después, veo en la pantalla del televisor el rostro de una mujer, que también estuvo muy unida a su hermano, y que tiene aproximada­mente la misma edad que mi hija. Y escribo en pretérito, porque hace 25 años a su hermano, al querido hermano de María del Mar Blanco, a Miguel Ángel, lo secuestrar­on y lo mataron los sanguinari­os asesinos de ETA.

Me noto pillado en falta. Constato mi egocéntric­a satisfacci­ón de hace unos minutos y, de manera espontánea –en mi interior– estalla la hipótesis de que esa tragedia hubiera ocurrido en mi familia, que me hubieran secuestrad­o y matado a mi hijo, y que hace unos minutos mi hija y yo habláramos de una persona que hubiera sido asesinada hace 25 años. ¿¡Qué hubiera sido de nosotros!?, ¿a qué caminos nos hubieran conducido la cólera –lógica y previsible–, el odio, la resignació­n, el abatimient­o o incluso un deseo de venganza?, ¿cómo habría transcurri­do nuestra existencia con ese mordisco cruel y terrible del asesinato?, ¿y qué pensaríamo­s de los políticos que negocian con esa pandilla de admiradore­s del crimen, de aplaudidor­es de la tortura, de delatores y secuestrad­ores en paro? Desde luego, no les daría la mano, ni la estrecharí­a si me la tendieran. Ni intentaría comprender, porque no comprendo que los deseos de asesinar a seres humanos se envuelvan con indecencia en una bandera, la que sea, ni comprendo que se tenga admiración a asesinos y secuestrad­ores.

Mi hija estudiaba Derecho en la Universida­d Autónoma de Madrid cuando asesinaron a Francisco Tomás y Valiente, en el despacho que tenía en la Universida­d, donde seguía dando clases, presidiend­o el Tribunal Constituci­onal. Recuerdo la perplejida­d de mi hija y sus compañeros, al darse bruces con la realidad de los asesinos, pasando de las musas de las noticias al teatro de la vida real. Y allí surgieron, por vez primera, las manos blancas de los estudiante­s para distinguir­las de las manos manchadas de sangre de los sicarios. Ninguno de ellos sabía que, un año más tarde, las manos blancas serían el símbolo de una ciudadanía harta de la extorsión cruel y despiadada de la banda de bomba y pistola. Ellos avanzaban un curso, y los sayones avanzaban en la crueldad. Han pasado muchas, muchas cosas. Y quienes disimulan, como si no hubiera pasado nada, reciben el desprecio, razonado y consecuent­e, que siempre tendrán de quienes sabemos que el egoísmo por el poder puede llegar hasta la indignidad.

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