Indignos disimulos
Allí surgieron, por vez primera, las manos blancas de los estudiantes para distinguirlas de las manos manchadas de sangre de los sicarios
domingo, hacia el mediodía, hablo con mi hija. Me cuenta que se acostó muy tarde, porque tuvieron reunión en su casa hasta muy entrada la madrugada. También estuvieron mi hijo y su mujer, porque los cuatro años de diferencia se han pulido con el tiempo, y entre los cuñados también ha surgido un afecto que se acerca a lo fraternal. Siento una complacencia que me envuelve, esas satisfacciones sosegadas que no tienen
L Enada que ver con el triunfo tras la competición, sino que son regalos que te proporciona la vida.
Menos de una hora después, veo en la pantalla del televisor el rostro de una mujer, que también estuvo muy unida a su hermano, y que tiene aproximadamente la misma edad que mi hija. Y escribo en pretérito, porque hace 25 años a su hermano, al querido hermano de María del Mar Blanco, a Miguel Ángel, lo secuestraron y lo mataron los sanguinarios asesinos de ETA.
Me noto pillado en falta. Constato mi egocéntrica satisfacción de hace unos minutos y, de manera espontánea –en mi interior– estalla la hipótesis de que esa tragedia hubiera ocurrido en mi familia, que me hubieran secuestrado y matado a mi hijo, y que hace unos minutos mi hija y yo habláramos de una persona que hubiera sido asesinada hace 25 años. ¿¡Qué hubiera sido de nosotros!?, ¿a qué caminos nos hubieran conducido la cólera –lógica y previsible–, el odio, la resignación, el abatimiento o incluso un deseo de venganza?, ¿cómo habría transcurrido nuestra existencia con ese mordisco cruel y terrible del asesinato?, ¿y qué pensaríamos de los políticos que negocian con esa pandilla de admiradores del crimen, de aplaudidores de la tortura, de delatores y secuestradores en paro? Desde luego, no les daría la mano, ni la estrecharía si me la tendieran. Ni intentaría comprender, porque no comprendo que los deseos de asesinar a seres humanos se envuelvan con indecencia en una bandera, la que sea, ni comprendo que se tenga admiración a asesinos y secuestradores.
Mi hija estudiaba Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid cuando asesinaron a Francisco Tomás y Valiente, en el despacho que tenía en la Universidad, donde seguía dando clases, presidiendo el Tribunal Constitucional. Recuerdo la perplejidad de mi hija y sus compañeros, al darse bruces con la realidad de los asesinos, pasando de las musas de las noticias al teatro de la vida real. Y allí surgieron, por vez primera, las manos blancas de los estudiantes para distinguirlas de las manos manchadas de sangre de los sicarios. Ninguno de ellos sabía que, un año más tarde, las manos blancas serían el símbolo de una ciudadanía harta de la extorsión cruel y despiadada de la banda de bomba y pistola. Ellos avanzaban un curso, y los sayones avanzaban en la crueldad. Han pasado muchas, muchas cosas. Y quienes disimulan, como si no hubiera pasado nada, reciben el desprecio, razonado y consecuente, que siempre tendrán de quienes sabemos que el egoísmo por el poder puede llegar hasta la indignidad.