Jurungar a los muertos
En los países sin ley arrancan las letras de las tumbas. Lucrarse revendiendo trozos de latón evoca la vieja rapiña de difuntos y la maldición de los que nunca descansarán en paz. A los muertos, a los que solo les quedan sus huesos y la tierra, los despojan hasta del epitafio. No hay descanso eterno sin las letras completas. La profanación es otra práctica común: el robo de huesos para rituales de santería y magia negra. Abren las fosas y cavan como larvas hasta saquear la pelvis de un marqués, la tibia de un prócer o el cráneo de un cacique olvidado. Si la muerte es democrática, la indefensión lo es aún más. Esto ocurre en países sin ley. Lo sorprendente es que el Estado se inmiscuya en estos asuntos.
La democracia que adjetiva la Ley de Memoria aprobada hace una semana tiene mucho de claudicante, de relame huesos, de «jurunga muertos», que es como llaman en el Caribe a los que rebuscan en las tumbas. La inspira un veneno, la supuración de una herida que conviene reabrir de cuando en cuando. Aunque incivilizada, la práctica de quienes profanan tumbas se parece bastante al proyecto de reparación que el Gobierno de Pedro Sánchez ha sacado adelante con el apoyo del PNV y Bildu. ¿Puede el pistolero opinar sobre la memoria de sus víctimas? Esta legislación reglamenta el saqueo, comercia con las letras de los epitafios, convierte en ley el robo de huesos.
La costumbre de escarbar la tierra de los cementerios entraña una vocación necrófila, un prestamismo de huesos, una miseria colectiva. Hay una paz que solo incumbe a la gente muerta. Los sobrevivientes administran el privilegio que pierden los difuntos. Alguien recuerda por ellos, ordena el tiempo según le convenga. El problema no es lo que se recuerda, sino la autoridad de quien lo hace. La España del actual Gobierno de coalición se debate entre el sobresalto de la actualidad y el reino de los fantasmas. El sarcófago de Franco elevado en un helicóptero sobre Cuelgamuros distrae, entretiene, oculta. Es la filia por aquello que se descompone. Reescribir el pasado, más que democrático, entraña la pulsión de los mercaderes de huesos. Es el estupro en nombre de una ley pactada con los verdugos. La vieja costumbre de arrastrar el cadáver de Héctor en ‘La Ilíada’.