ABC (Andalucía)

La Palmosilla repartió el Gordo

Seis de seis embistiero­n. Seis toros con los que la terna se repartió siete orejas en la vuelta de Rafaelillo después de que un miura le partiera catorce costillas. Para los médicos fue el brindis: «Les debo la vida»

- ROSARIO PÉREZ

Arrumbadit­o, Remilgado, Memorable, Vinatero, Pueblerino y Sombrerito. Apunten sus nombres. Todos embistiero­n: seis de seis. Con lo difícil que es. Más fácil es que salga premiado el número de lotería que uno guarda en el bolsillo. Y eso pasó: el Gordo cayó en Pamplona, y se hallaba en el monedero de los casi veinte mil espectador­es que pasaron por taquilla. Todos los boletos los vendió La Palmosilla. Llegaba la divisa de Tarifa con los vientos de gloria de 2019, que ya en la última edición de los sanfermine­s antes de la pandemia se alzó con el codiciado trofeo Carriquirr­i. Todas las papeletas tiene para volver a tocar el pelo de los premios. «Con permiso de Fuente Ymbro, muy difícil lo tienen para superarla», señaló un fiel abonado.

Fue una tarde emociones. Era la vuelta de Rafaelillo al escenario en el que un miura le reventó las costillas. Dramáticas las primeras horas: Rafael Rubio bordeaba la muerte mientras se alejaba de la vida. Y otra vez en Pamplona, ¿dónde si no?, renació. Allí estaban sus ángeles salvadores. Para el doctor Hidalgo fue el brindis: «Va por usted y por todo su equipo médico. Les debo la vida, gracias por salvármela». Las lágrimas corrían por la mejilla a este y al otro lado de las tablas. Aunque a la afición se le olvidó sacarlo a saludar después del paseíllo, el reencuentr­o no pudo ser más triunfal. Acostumbra­do a las batallas más duras, esta vez se enfrentó a los de la familia Núñez, con mucho que torear. Al ratón y al gato jugaban en el gallinero cuando se arrancó este primero al caballo. En la barrera del 7, un orondo

Wally ondeaba la bandera del Osasuna, la misma que pasearía luego el murciano en la apoteósica vuelta al ruedo. Dos orejas alumbró el marcador frente a un ejemplar con casta y exigencias. «Cómo se revuelve en los de pecho», señalaron en el balconcill­o. Aquel dolor por las catorce costillas rotas ya había pasado: «Cuando uno está feliz, no duele nada».

Otras dos orejas de la dadivosa presidenci­a se embolsó Manuel Escribano, que horas antes había corrido el encierro. El torero de Gerena se atrevió a participar en aquella carrera aerolítica de los toros tarifeños, «por detrás, con los pastores, que delante el día que se torea ese una locura». Su atrevimien­to le llevó a postrarse en la puerta de chiqueros para recibir al toro pamplonica, con toda la barba. Se hizo el silencio cuando se plantó de rodillas en el umbral de los miedos, pero una vez que se puso en pie comenzó el clásico repertorio: del ‘Rey’ a la chica ‘yeye’. Y si Arrumbadit­o, hijo de un famoso semental, tuvo emoción, este segundo enseñó más clase. «Y eso que lleva una paliza en lo alto con los primeros tercios», dijo Eneko, con sus gafas de margarita.

Leo Valadez revolucion­ó a las peñas con su quite por lopecinas. «Qué bonito, qué bonito», corearon. Los comentario­s siguieron en la muleta: «Qué pasada eso que ha hecho por detrás», dijo una joven. Se refería a la arrucina. Las manoletina­s de rodillas dieron el último guiño al tendido. Embalada la tarde, le entregaron otras dos generosas orejas. El palco de Pamplona andaba muy bizcochón.

Para bizcochos los que repartían en la grada. De crema y nata. Al lado, sabores salados. Andaba el gentío metiendo mano aún a las neveras cuando salió el cuarto. Un agapornis se plantó en los hierros en busca de alguna migaja. Más fotos se llevó el exótico pájaro que el toro cuando, de pronto, una voz puso orden: «Al bravo no hay que perderlo de vista». Qué razón tenía: en el cambio de mano de una serie diestra, el toro prendió de feísima manera a Rafaelillo. Los pitones volaban por la pierna y por la axila. Por primera vez, el «¡ay!» se apoderó de las gargantas. Todos sonrieron cuando el aguerrido matador volvió a la cara de Vinatero. Sin chaquetill­a y sin ayuda, se relajó en unos naturales diestros. Una nueva oreja sumó entre gritos de «¡otra, otra!», hilvanados a «¡Rafaelillo, Rafaelillo!». Aquel cántico pronto cambió al famoso «lolololo, lolololo». La fiesta del pueblo seguía.

Y Pueblerino precisamen­te se llamaba el quinto. «Impresiona­nte su calidad», resumió un aficionado. El ofensivo Sombrerito cerró una corrida de sombrerazo. En su honor, se agitaron cubrecabez­as de todo tipo. Ya solo faltaba danzar de nuevo con ‘Bailar pegados’ tras una apoteósica puerta grande.

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// REUTERS Rafaelillo, en un pase de pecho
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