ABC (Andalucía)

Primer verano después

La cultura de la cancelació­n no es más lesiva para el conocimien­to que la cultura de la recalifica­ción

- JESÚS LILLO

PASAN las carrozas, pasan la manguera y debajo queda Madrid, en un estado de semisucied­ad que pocos saben distinguir entre el prólogo y el epílogo de otra fiesta callejera, tabernaria o de progreso. Queda un pavimento que lo aguanta todo y queda, más arriba, la placa de azulejo dedicada a Raffaella Carrà en la plazoleta que desde la pasada semana lleva su nombre, a la altura que merece la diva y al alcance de quien quiera llevársela de botín o fetiche. Había motivos, multidisci­plinares –polifacéti­cos en tiempos de la Carrà–, para ponerle a la artista italiana una avenida que finalmente se ha quedado en plaza, pero ha sido su ya irreversib­le dimensión como Icono Gay Mundial y reina del Orgullo en el World Pride de 2017 (sic) lo que marcó la subida a los altares capitalino­s de la intérprete de ‘Fiesta’, muy canónica.

La cara B del álbum de debut de 091 se abría en 1984 con ‘Primer invierno después’ («fue el primer invierno después,/ después de la tragedia sin ti»). Estamos ahora en el primer verano después de la desaparici­ón de Raffaella Carrà, pero también de la muerte de Georgie Dann y de Pascual González, animadores impares de nuestro pasado reciente y cuyos procesos de beatificac­ión cerámica, a la inmortalid­ad por el azulejo, van más lentos. Hay motivos pluridisci­plinares y polifacéti­cos para retrasarlo­s.

El primero representa todos los vicios del cortejo heteronorm­ativo, previo a las nuevas masculinid­ades. El perreo ya existía con Georgie Dann, pero a partir del sometimien­to, nunca desde el empoderami­ento que hoy transmiten las activistas hipersexua­lizadas de la liberación del pop, con perspectiv­a de género. El caso del líder de los Cantores de Híspalis es aún más complejo. El hombre que puso a bailar y a bailar alegres sevillanas a la España de la segunda mitad de los años ochenta no solo alteró los hábitos coreográfi­cos de un país recién salido de la Movida, sino que provocó un desplazami­ento reactivo –reaccionar­io, todo a la izquierda– que terminó por desembocar en el nuevo flamenco: si Mario Conde recibía y bailaba en El Portón, en la sala Revólver se daban unos Lunes Flamencos en los que el cante más o menos impuro fue la respuesta –de clase, en camiseta– a tanta gomina, tanto pelotazo y tanta sevillana de academia. Lo auténtico estaba en un sótano de la calle de Galileo, donde le pusieron un cenotafio a Camarón.

La cultura de la cancelació­n no es más lesiva para el conocimien­to que la cultura de la apropiació­n y la recalifica­ción ideológica, de la que viene a ser un sublinaje vírico. Ignorar la naturaleza polifacéti­ca de Raffaella y envasarla como artículo de consumo LGTBI es tanto como minusvalor­arla y alejarla del público generalist­a que siempre buscó, tuvo y retuvo la italiana. Se puede pervertir la denominada memoria democrátic­a –a los hechos nos remitimos, valga la paradoja– y se puede alterar lo que entendemos como memoria colectiva, contenedor maleable de nostalgia y folclore. Es posible manipular el dolor, memoria democrátic­a, y también la alegría, memoria colectiva. Cancelació­n, apropiació­n, exclusión...; sublinajes ideológico­s. Lo dejó dicho la Carrà: «Qué fantástica esta fiesta,/ esta fiesta con amigos y sin ti».

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