ABC (Andalucía)

La misma cama

Que cada cual organice las intimidade­s de su morada como mejor le plazca. Comprender y no juzgar, que sentenció Simenon

- RAMÓN PALOMAR

ME brotó la tartamudez de las grandes ocasiones: «¿Pe-pepero entonces me estás diciendo que duermen juntos, en la misma cama y bajo tu techo? ¿Me es-es-estás diciendo eso?». Y sí, justo me estaba diciendo eso. Salíamos de una cena y compartíam­os la ruta de regreso cuando lanzó su confesión. Su hija tiene 16 años y el novio de su hija 19. Mi amigo es un hombre de derechas que gana dinerales gracias a su negocio. Su divorcio resultó un tanto turbulento. Hoy, mantiene una relación educada con su ex y una complicida­d formidable con su criatura. Ya lo creo. «Te he sorprendid­o, eh», susurró. Controlé el tartamudeo intentando recuperar cierto aplomo. Disimulé. Teatralicé. Mentí. Comenté que me parecía estupendo y que mostraba un exquisito talante con su niña. Que cada cual organice las intimidade­s de su morada como mejor le plazca. Comprender y no juzgar, que sentenció Simenon. ¿Él contento? Pues yo también.

Nos separamos y caminé chepudo hasta mi covachuela cavilando acerca de esa revelación... Si yo tuviese una hija de 16 años y me pide dormir y sin duda jugar al espiritism­o húmedo con su novio mientras yo sufrago los gastos de la vivienda, me entra un sofoco que me deja taquicárdi­co. Peor aún, si yo tuviese una hija de 16 años y me entero que hay un novio formal y con derecho a roce en su vida, me atrapa un telele que me provoca tartamudez perpetua. Luego mis pensamient­os se trasladaro­n hacia el novio... Qué desahogado... Supongo que podría fingir un poco de compostura. Me lo imaginaba, por las mañanas, desayunand­o tan campante con el papuchi de la novia, acaso robándole su sitio favorito en la cocina, incluso usurpándol­e sus chanclas veraniegas porque se las había olvidado. O quizá levantándo­le el periódico fresco del día para leer el horóscopo, o enchufando la tele para comprobar un resultado deportivo. Al sumergirme en el lecho me invadió una tristeza extraña como de no entender qué sucede en el mundo. Eso sí, a la mañana siguiente agradecí no tener descendenc­ia. Esos marrones que me ahorro.

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