La misma cama
Que cada cual organice las intimidades de su morada como mejor le plazca. Comprender y no juzgar, que sentenció Simenon
ME brotó la tartamudez de las grandes ocasiones: «¿Pe-pepero entonces me estás diciendo que duermen juntos, en la misma cama y bajo tu techo? ¿Me es-es-estás diciendo eso?». Y sí, justo me estaba diciendo eso. Salíamos de una cena y compartíamos la ruta de regreso cuando lanzó su confesión. Su hija tiene 16 años y el novio de su hija 19. Mi amigo es un hombre de derechas que gana dinerales gracias a su negocio. Su divorcio resultó un tanto turbulento. Hoy, mantiene una relación educada con su ex y una complicidad formidable con su criatura. Ya lo creo. «Te he sorprendido, eh», susurró. Controlé el tartamudeo intentando recuperar cierto aplomo. Disimulé. Teatralicé. Mentí. Comenté que me parecía estupendo y que mostraba un exquisito talante con su niña. Que cada cual organice las intimidades de su morada como mejor le plazca. Comprender y no juzgar, que sentenció Simenon. ¿Él contento? Pues yo también.
Nos separamos y caminé chepudo hasta mi covachuela cavilando acerca de esa revelación... Si yo tuviese una hija de 16 años y me pide dormir y sin duda jugar al espiritismo húmedo con su novio mientras yo sufrago los gastos de la vivienda, me entra un sofoco que me deja taquicárdico. Peor aún, si yo tuviese una hija de 16 años y me entero que hay un novio formal y con derecho a roce en su vida, me atrapa un telele que me provoca tartamudez perpetua. Luego mis pensamientos se trasladaron hacia el novio... Qué desahogado... Supongo que podría fingir un poco de compostura. Me lo imaginaba, por las mañanas, desayunando tan campante con el papuchi de la novia, acaso robándole su sitio favorito en la cocina, incluso usurpándole sus chanclas veraniegas porque se las había olvidado. O quizá levantándole el periódico fresco del día para leer el horóscopo, o enchufando la tele para comprobar un resultado deportivo. Al sumergirme en el lecho me invadió una tristeza extraña como de no entender qué sucede en el mundo. Eso sí, a la mañana siguiente agradecí no tener descendencia. Esos marrones que me ahorro.