ABC (Andalucía)

Morir en vano

Para este viaje no hacía falta alforja, Miguel Ángel Blanco murió en vano

- MARIONA GUMPERT

CUANDO me mudé a Pamplona a estudiar, allá por el año 2008, dejé preocupada a mi madre: escogí un piso ubicado en el casco viejo de la ciudad. Territorio ‘komantxe’, no estarás segura aquí. Tranquila, mujer –terció mi padre–, no ponen bombas en sus propios barrios. En efecto, el atentado con explosivos me lo comí –nos lo comimos– en la Universida­d de Navarra. Venía yo de licenciarm­e en un ambiente muy distinto, un campus público pancatalan­ista al que llegamos la generación de los nacidos en los 80. Los primeros en asumir inconscien­temente las tesis de Fukuyama, los JASP: jóvenes, aunque sobradamen­te preparados. Sobradamen­te preparados para el mileurismo, la emigración y el lavado de cerebro según el cual toda persona liberal o conservado­ra es culpable hasta que se demuestre lo contrario. La camada de la que saldrían los Iglesias, Errejón, Montero, Rufián y Belarra de la vida, quienes nos iban a enseñar al resto muy rápidament­e aquello de ‘no es el qué, es el quién’. En mi ingenuidad pensé que, tras el atentado, los universita­rios de toda España saldrían en masa a exhibir el dominio absoluto de su deporte favorito: la manifestac­ión de repulsa. Ríanse de mí, todos hemos perdido la inocencia en algún momento de la vida y yo, además, lo hice demasiado tarde.

En el mismo edificio afectado por la bomba tuve el lujo de asistir a las clases de un profesor extraordin­ario, de aquellos que se quedan grabados en la memoria para siempre. Una mañana discutíamo­s sobre la posible existencia de criterios morales absolutos, líneas rojas que no deberían cruzarse nunca. Alguien aventuró que uno de estos debería ser la vida humana, afirmación que nos apresuramo­s todos a respaldar. «¿Entonces piensan ustedes que en cualquier circunstan­cia se ha de preservar la vida, por encima de otras considerac­iones?» Con un par de ejemplos nos sacó del simplismo en el que habíamos caído. Éramos demasiado jóvenes para recordar a Miguel Ángel Blanco, el terrorismo que teníamos en mente tenía forma de 11 (septiembre y marzo). La autoinmola­ción y el número de víctimas que arrasaba de un plumazo el islamismo radical dejaban a ETA a otro nivel. Terrorista­s de primera y de segunda, aunque ambos encajados bajo el síndrome de Estocolmo del ‘sus motivos tendrían’.

Hace años que ETA abandonó las armas, el pasado miércoles incluso mostraron un amago de empatía hacia sus víctimas en el Congreso. Qué majos, entrañable­s. Ahora son gente de paz. Ya no matan ni extorsiona­n. Persiguen el mismo objetivo, pero lo dicen a buenas: los fascistas son otros. De vez en cuando tienen sus cosillas, a la juventud hay que entenderla. Los chicos de Altsasua, los chicos de la calle de la Curia. Sólo piden el acercamien­to de presos y caminar hacia la independen­cia, al igual que la ‘gent de pau’ de Cataluña. Sánchez y ellos escupen en los principios que nos enseñaron Aznar y nuestro profesor: para este viaje no hacía falta alforja, Miguel Ángel Blanco murió en vano.

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