Ha muerto un hombre
En Madrid, el calor ha matado a un hombre. Pero no se ha roto el paisaje, porque seguramente lo limpió antes de morir
TODOS los días mueren personas. Muchas. Por diversas causas. Este fin de semana, por ejemplo, más de trescientas han fallecido a causa del calor. Entre ellas un empleado de la limpieza, de Madrid, que estaba cumpliendo con su deber, a las cinco y media de la tarde, en la avenida de San Diego, cuando al termómetro sólo le faltaba una décima para llegar a los 39º.
En esa nueva Biblioteca de Alejandría, que es internet, he intentado conocer cómo se llamaba, pero los empleados de limpieza no tienen nombre. Sólo he podido saber que tenía 60 años, y que se desvaneció en la calle –su oficina de trabajo– que allí quedó tendido hasta que una persona avisó por teléfono a Emergencias Madrid y, a partir de la llamada acudió personal de Protección Civil, pero no lo pudieron reanimar, sólo comprobar que su temperatura corporal superaba los 41 grados.
Es duro trabajar en la calle. Y es duro el trabajo de limpieza. Al fin y al cabo, el personal que limpia oficinas, aeropuertos y locales diversos, está protegido del viento, del frío y del calor. La calle es más dura, y sólo ofrece gelidez en invierno y ardentía en verano.
Y, además, no tienes nombre. El uniforme, embute a un ser humano por el que no mostramos ninguna curiosidad, hasta tal punto que incluso ignoramos si es hombre o mujer, una diferencia que es evidente en el resto de los transeúntes. En este mismo periódico se dan consejos sobre la prudencia debida ante la ola de calor, pero en el cumplimiento de los horarios municipales parece que esas cautelas no hay que tomarlas sobre los trabajadores de la limpieza, una especie de seres dotados de fortalezas físicas superiores a las de los demás.
Inmediatamente, tras leer la noticia del trabajador que murió en el cumplimiento de su deber, me vino a la memoria el título de una novela de Francisco Candel, ‘Han matado un hombre, han roto un paisaje’, unas historias donde se incluyen aspectos biográficos del autor, y en las que narra la amarga lucha de los desplazados por la emigración interior en los barrios marginales de Barcelona, durante la posguerra española.
Algunas personas siempre están en la posguerra, en la precariedad económica, en el trabajo que no quiere nadie, porque no he oído a ningún niño decir que, de mayor, quiere ser barrendero.
Esto no es demagogia. Demagogia no es señalar que, a escasos kilómetros de una guerra, en la que se juega nuestro futuro de países más o menos libres, hay cientos de miles de personas contrariadas, porque se registra demasiado tráfico en los aeropuertos, y temen que se cancele el vuelo que les llevará de vacaciones. A ver si se les van a estropear las vacaciones.
En Madrid, el calor ha matado a un hombre. Pero no se ha roto el paisaje, porque seguramente lo limpió antes de morir. La gente no lo notará, ni sabrá quién murió por ello. Porque los trabajadores de la limpieza no tienen nombre.