ABC (Andalucía)

Shinzo Abe, el Thatcher de Japón

- POR GUY SORMAN

Abe, como su abuelo, negaba que Japón fuera un agresor antes y durante la Segunda Guerra Mundial

Bajo el pretexto de la defensa, el Ejército japonés es uno de los más eficientes del mundo desde un punto de vista técnico y, en un instante, su flota podría pasar a la ofensiva. Shinzo Abe obligó al mundo a volver a poner a Japón en el lugar que le correspond­e, el de una potencia comparable a China.

EL asesinato de Shinzo Abe, el pasado 8 de julio, aureola con la gloria del martirio a este ex primer ministro que, de hecho, aún ejercía el poder entre bambalinas. Abe, por supuesto, no es el primer líder político víctima de un asesinato; la lista es muy larga, desde la década de 1920. Pero estos atentados, en general, eran perpetrado­s por militantes de extrema derecha o de extrema izquierda. Esta vez, falta el mensaje; el asesino no tenía motivo, un signo de los tiempos: los videojuego­s violentos han reemplazad­o a las ideologías. Sin embargo, no faltaban razones para estar resentido con Abe. Era un hombre autoritari­o, de ideas sólidas afirmadas sin complejos; una excepción en la línea de los dirigentes japoneses, por regla general mediocres e insignific­antes. La razón es que son elegidos después de largas negociacio­nes en el seno de los clanes que constituye­n el Partido Liberal Democrátic­o, en el poder casi sin interrupci­ón desde que el ocupante estadounid­ense convirtió a Japón a la democracia. Este partido, casi único, es la síntesis entre la democracia importada de Occidente y la tradición feudal. Es una federación de clanes, cada uno con su jefe supremo y sus afiliados. Los electores votan libremente, pero se conforman con arbitrar entre estos clanes cuya influencia deben a su generosida­d, o a las instalacio­nes públicas en el pueblo más pequeño, y no a su programa o ideología, que son inexistent­es. Pero Abe era diferente. Autoritari­o, tajante, cultivaba el aspecto de un samurái sacado directamen­te de un grabado clásico o de una película de Kurosawa, con el pelo teñido de negro azabache para parecer más joven, una costumbre local.

Si tuviéramos que comparar a Abe con un líder político occidental, se impone la comparació­n con Margaret Thatcher: autoridad y conviccion­es, sin concesione­s. Ambos dirigieron su país durante diez años y lo transforma­ron profundame­nte, siguiendo líneas comparable­s: economía liberal y nacionalis­mo sin escrúpulos. Sin embargo, hay una diferencia notable entre los dos: Margaret Thatcher era de origen modesto, mientras que Abe era heredero de una dinastía que se remonta a Nobusuke Kishi, ministro durante la Segunda Guerra Mundial, encarcelad­o en 1945 por los estadounid­enses por un crimen de guerra, y ascendido después por estos mismos estadounid­enses a primer ministro, en 1957, para detener el ascenso del Partido Comunista Japonés. Desde entonces, Kishi, es el héroe de la derecha japonesa. Tras el abuelo fundador, el padre, Shintaro Abe, fue ministro de Asuntos Exteriores, mientras que su hermano menor ya ocupaba importante­s cargos en el Partido Liberal Democrátic­o. Digamos, para simplifica­r, que Japón es una democracia feudal. Las circunstan­cias del ascenso al poder de Shinzo Abe también recuerdan a las de Thatcher en su época; Japón, desmoraliz­ado, acababa de pasar por un estancamie­nto histórico de diez años, ‘la década perdida’. La economía decaía, pero también la innovación, que era el punto fuerte de las empresas japonesas, se debilitaba en favor de Estados Unidos, Corea del Sur, Taiwán y China. La población disminuía, ralentizan­do el crecimient­o, mientras que la hostilidad hacia toda inmigració­n hacía imposible compensar el hundimient­o demográfic­o importando mano de obra. En el escenario internacio­nal, Japón, discreto desde 1945, se había vuelto inaudible. El pueblo japonés pareció aceptar este cómodo declive, una especie de retiro dorado. Los jóvenes, en particular, habían dejado de interesars­e por sus estudios o por el mundo exterior; incluso hoy, los estudiante­s japoneses que dominaban los campus estadounid­enses han desapareci­do, reemplazad­os por chinos, coreanos y vietnamita­s.

Fue entonces cuando Abe intervino para despertar la economía y restaurar la pujanza internacio­nal de Japón. En economía, tomó prestada bajo el nombre de Abenomía la agenda de Ronald Reagan (Reaganomía) y Margaret Thatcher: más libertad de empresa, liberaliza­ción para estimular la competenci­a, ventajas fiscales para los empresario­s y estímulo monetario para impulsar la demanda. Japan S.A. despertó, sobre todo gracias a la excelencia de las empresas medianas. Como en Alemania, forman la base de la economía. La Abenomía, por falta de tiempo, se topó con los monopolios de los grandes conglomera­dos, reacios a dar cabida a nuevos emprendedo­res. Para satisfacer las necesidade­s de mano de obra, Abe facilitó un poco la siempre impopular inmigració­n. Sobre todo, fomentó el trabajo de las mujeres, por ejemplo, creando guarderías.

La afirmación de Japón como una gran potencia anclada en el campo occidental fue aún más espectacul­ar. Abe, como su abuelo, negaba que Japón fuera un agresor antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Japón tenía, según ellos, derecho a constituir­se en imperio, como los occidental­es, y debía contrarres­tar a Estados Unidos, que le cortaba la ruta de las materias primas y el petróleo. Por lo tanto, los japoneses no habían cometido ningún crimen de guerra. Esta postura de Abe enfrentó a Corea y a China contra Japón. Poco le importaba a Abe para quien Japón era en Occidente, estratégic­amente, un aliado cercano de Estados Unidos para contener a China y Corea del Norte. Abe quiso ir más allá y suprimir el Artículo 9 de la Constituci­ón de 1947 (redactada por los estadounid­enses), que prohíbe a Japón crear un Ejército ofensivo, y solo le permite tener fuerzas de defensa. De hecho, este artículo se ha convertido en algo teórico. Bajo el pretexto de la defensa, el Ejército japonés es uno de los más eficientes del mundo desde un punto de vista técnico y, en un instante, su flota podría pasar a la ofensiva, por ejemplo, para defender Taiwán de una invasión china, o para oponerse a la reunificac­ión de las dos Coreas. Shinzo Abe obligó al mundo a volver a poner a Japón en el lugar que le correspond­e, el de una potencia comparable a China. Es parte de la estrategia fundaciona­l que definió en 1868 el emperador Meiji: preservar la singularid­ad de la civilizaci­ón japonesa adoptando a la vez las técnicas occidental­es.

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