¿Por qué queremos la guerra?
PARRA LUNA El fondo del problema reside en nuestra propia inmadurez humana
PEPITO y Jaimito, de 7 y 8 años respectivamente, compiten duramente entre ellos: «pues yo tengo más cromos que tú», «y yo el doble de canicas que tú, ¡ea!». Este es el lenguaje que utilizan hoy los políticos más poderosos de la tierra, solo que hablando de misiles de largo alcance, de drones imperceptibles o de millones de habitantes inocentes. Pero lo peor es el concepto de convivencia arriesgada que nos hacen asumir sabiendo que quien gane la guerra la perderá, la perderemos todos. Biden ya lo ha dicho: es preciso destruir a Rusia para que no pueda repetir la agresión; pero como para Rusia la agresión es legítima, con derecho o sin él, surge entonces una conclusión fatal: «mis cromos valen tanto como tus canicas, y tú a mí no me mojas la oreja». ¿Cabe lenguaje más infantiloide?
Pero el fondo del problema reside en nuestra propia inmadurez humana. Porque ¿Cuál sería el fin último de esta guerra? Acaso no es (o debería ser) que olvidemos rencores, alcancemos la paz y vivamos mejor? Y ¿qué es ‘vivir mejor’?. Hemos de echar mano a la teoría para encontrarnos con el llamado Patrón Referencial de Valores Universales (PRVU) compuesto por los siguientes nueve valores: ‘Salud, Riqueza Material, Conocimiento, Libertad, Justicia Distributiva, Conservación de la Naturaleza, Calidad de las Actividades y Prestigio Moral’, en tanto que apetencias inevitables en el tiempo y en el espacio dados nuestros condicionamientos sociobiológicos. Este y no otro sería el fin. ¿Pero cuál sería el medio? Habría que acudir ahora a lo que podríamos llamar ‘Teorema de la Unión de Sistemas Sociales’ que dice que cuando dos o más sistemas sociales se unen en uno solo, los nueve valores citados se consiguen mejor. Teorema verificado por la historia social, desde la relación madre-bebé, hasta la ONU. Y de esta necesidad de comportarnos como seres racionales, nacería el proyecto de invitar a Rusia para que ingrese en la Unión Europea, ya que la sola idea de contemplar ese futuro, abriría unas impensadas perspectivas de paz y progreso.
Sin embargo ¿Qué estamos haciendo? Comenzando por la clase política, apenas nada, porque en lugar de ser creativos, de unirse, colaborar y complementarse, con el fin de que los nueve valores citados lleguen al mayor número posible de personas, lo que hacen, como en la viñeta de los dos burros ante sendos montones de heno, es no alcanzar siquiera esa mínima racionalidad de comprender y colaborar. Y continuando con el resto de la sociedad, aun pensando en la población más consciente de la guerra y sus desgracias, lo que solemos hacer es permanecer cómodamente instalados en el derrotismo antropológico del ‘no tenemos remedio’, al tiempo que tachamos de ilusos o utópicos a quienes proponen cualquier solución a la guerra negando con ello lo innegable: el progreso conseguido en nuestros doscientos mil años de historia. O sea, que ya sabríamos por qué queremos la guerra: por mero ‘infantilismo irredento’.