ABC (Andalucía)

De negronis, amigos con piscina y mesas que son altares

- JOSÉ F. PELÁEZ

Ycuando crees que te has librado, que has reventado la banca, que has ganado al sistema y que por fin puedes meterte debajo de la cama en posición fetal y pasar un par de días llorando por el cambio climático e increpando al G-8 en perfecto sueco, llegan los amigos con finca, con terrenito, con patio trasero o con lo que sea, que da igual como se llame: con que haya un poco de hierba y sitio para una mesa de Ikea ya te plantan una barbacoa y una piscina. Aunque sea un corral, un tentadero, una carretera comarcal. Al final, siempre llegan las piscinas de las narices. Yo entiendo que todos tenemos epidermis, sistema nervioso y, por lo tanto, sensacione­s físicas, pero esta manera de dejarse llevar y abandonars­e a lo que te pide el cuerpo me parece sorprenden­te. Si me lo contaran como idea, no daría un duro por ello, diría que es casi imposible pedir a la gente que vaya semidesnud­a a una bañera comunitari­a, pero, en fin, tampoco daba un duro por los kebabs e incluso fui de los que se compró un vídeo Beta, así que no me hagan mucho caso.

La cosa es que, como tienen calor, se meten a remojarse el trasero en un inmenso ‘tupper’ al aire libre. Algunos hasta chapotean. Peor aún, hay quienes tiran dentro unas yonkilatas de cerveza, que diría Pepe Lobo, para no tener que salir de la piscina más que para orinar. Y, al final la piscina es un receptácul­o de pies, sudores, melenas bicolores y cremas de diversa índole. Y eso en el mejor de los casos, que algunos toman varias cervezas y no los veo salir en horas. Dejémoslo ahí. La cosa es que nunca he entendido esa pulsión por el agua como de merluza con anisakis, esa manía de introducir­se en el líquido elemento y pasar las horas muertas escuchando a reguetoner­os rimando ‘amol’ con ‘sabol’. Mira, si tienes ‘calol’ por estar al sol, lo lógico es no estar al sol, es decir, lo suyo es meterte dentro de la casa, ‘señol’, abandonar lo público y entregarse por completo a lo privado, al ‘inteliol’, a la barra del bar, tomarse un ‘licol’, abrazar lo mínimo, lo ‘menol’, tumbarse en el sofá, abandonar el ‘sudol’ y dedicarte a escribir tercetos al aire acondicion­ado, que es el precio de la civilizaci­ón. Del ‘frescol’. Mi ‘amol’.

Pero vaya, que cada uno puede hacer lo que quiera. «Con no ir, basta», dirán ustedes. Pues no, no basta. Siempre está el amigo con piscina, ese amigo encantador, educado, hospitalar­io, ese perfecto anfitrión que tiene un casoplón como los Reales Alcázares y una piscina que podría ser homologada para cuatro o cinco pruebas de los Mundiales de natación. El mío se llama Guillermo Garabito. Y Guillermo va y te invita a pasar el sábado como un Grimaldi. Y vas, claro. Y oye, qué quieren que les diga, la verdad es que no se está tan mal. No es para tanto. Guillermo me recibió con un negroni, unas aceitunas y una butaca acolchada y me dijo que no me moviera de la sombra, que estuviera tranquilo, que todo estaba controlado y que mi única obligación era ser feliz. «¿Pero me tengo que bañar para ser educado?», pregunté. «Eso me decepciona­ría mucho, José, que tienes una imagen, por Dios». Casi me sentó mal, yo que me había comprado días antes un bañador verde militar y unas chanclas hawaianas para ir de camuflaje, que, hasta mi hija, cuando me vio, se echó a reír porque nunca me había visto las piernas. Y así me senté, renunciand­o a mis valores y mis creencias por un amigo. Eso sí, en manga larga. Aunque, en realidad, no sé qué es menos correcto, si ir con chanclas y manga corta por el centro de Madrid o ir a la piscina vestido para comprar una tecnológic­a de Francfórt.

Gracias a Dios no hubo barbacoa, sino primer y segundo plato. La mesa no era de plástico sino una como Dios manda, pesada como el final del segundo trimestre, casi un altar. Todo el mundo comió vestido y hubo vino fresco. La chicharra nos dio las buenas tardes. Las hamacas comenzaron a balancears­e. Los invitados iban y venían, las conversaci­ones fluían, los ‘gin tonics’ se nos unieron a la cena y la noche se nos cayó encima como una ducha seca. Entonces me di cuenta de que el problema no son las piscinas sino lo que haces alrededor de ellas. Y que hay que tener amigos hasta en el infierno. Sobre todo, en el infierno.

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