Epidemia de facilismo
La obsesión por despojar a la Selectividad de su intrínseco carácter selectivo ha hecho que pierda todo su sentido
DEBERÍAN de atreverse a quitar la Selectividad de una vez por todas. Así no habría que cambiarle el nombre y llamarla EBAU para que parezca otra cosa, aunque todo el mundo siga usando la denominación histórica. Que se atrevan a suprimirla en lugar de tanta reforma. Siempre será mejor, o más honesto, que rebajar año tras año su nivel intelectual y su calidad (?) científica para adaptarla a los postulados simplificadores de la pedagogía ‘progresista’. Estrategia con la que además el ministerio sólo ha logrado el efecto contrario: que el listón de corte para los estudios más demandados pase a ser mucho más alto. Es decir, minimizar el valor de los aprobados multitudinarios y aumentar la frustración vocacional de los aspirantes y su sensación de fracaso. La obsesión por quitarle a la Selectividad su intrínseco carácter selectivo ha hecho que pierda todo su sentido y las facultades más solicitadas han encontrado el modo de protegerse de la epidemia de facilismo. Una nota más elevada, un embudo más estrecho y asunto concluido. Sencillo.
Ahora se anuncia otro proyecto. Siempre en la misma dirección: menos esfuerzo, menos pruebas, menos tiempo, menos asignaturas, menos rigor académico. Menos, menos, menos. Si se trata de reducir quizá sería más eficaz hacerlo por completo, liquidar el actual modelo y que cada centro, si lo considera necesario, organice un examen de acceso con sus propios criterios. Hace tiempo, por otra parte, que algunas autonomías se quejan con razón de la incongruencia que supone un distrito único nacional sin una prueba homogénea, lo que provoca que alumnos procedentes de territorios con menor exigencia copen en otras regiones las principales carreras. Pero la prioridad gubernamental está más atenta a la elevación –por el método del rasero bajo– de las calificaciones medias y la consiguiente mejora de posiciones en las estadísticas europeas.
Ese resultado ya lo ha obtenido en el Bachillerato, donde el suspenso ha quedado abolido, el notable sale regalado y el sobresaliente se ha convertido en cotidiano. El conjunto de facilidades no sólo devalúa la EBAU sino que banaliza los títulos universitarios, y pronto acabará trivializando también los de posgrado. El ascensor social no avanza así más rápido porque las familias acomodadas sufragan a sus vástagos másteres de élite cuyos egresados alcanzan de inmediato los puestos más valiosos del mercado de trabajo. El mecanismo de selección económica y social siempre encuentra atajos, y el único modo de promocionar a las clases populares consiste en fomentar el ejercicio meritocrático. Que es justamente lo que descarta nuestro sistema educativo con su máquina expedidora de currículos depreciados y de diplomas sin prestigio. Alguien debería decirles a los muchachos que al final de ese camino tan asequible y libre de compromisos les espera el desengaño de un amargo espejismo.