ABC (Andalucía)

Todos tenemos esperanzas

El daño que hacemos es el daño que nos pueden hacer

- SALVADOR SOSTRES

LA inspectora de Hacienda fue a por él retorciend­o la Ley y las interpreta­ciones y le limpió los 300.000 euros que había ahorrado para la universida­d extranjera de su hijo. Pablo pensó en todas las formas de violencia pero se calmó y pagó. Y aunque conservó la entereza, tuvo con su niño la conversaci­ón más humillante de su vida. Pasaron los meses y también la amargura, pero una noche en Coure vio a la inspectora y su marido se acercó a la mesa para saludar a uno de los amigos con los que estábamos cenando. Pablo es un adulto serio y sólido y nadie antes le había visto llorar. Uno de los nuestros que es investigad­or privado dijo: «No te preocupes, mañana te llamo».

Buscó informació­n sobre el matrimonio, se llevaban bien y tenían dos hijas. Pablo había contenido demasiada rabia y como no hay ningún investigad­or privado al que una puta no le deba un favor, le hicieron el encargo. Colombiana, vertiginos­a y verraca, una de esas chicas por las que es más fácil morir que vivir, cumplió de tal modo con su misión que no sólo se lo bajó sino que lo enamoró locamente.

Loco como algunos hombres nos volvemos a veces, y algunas inspectora­s de Hacienda. Se divorció de su mujer y le donó la casa familiar a nuestra antioqueña, que de este modo se cobró el trabajo. La inspectora pidió la baja por depresión, el marido se quedó sin familia, sin casa, y sin colombiana que le abandonó sin más una vez acabado el trabajo.

El daño que hacemos es el daño que nos pueden hacer. Y esto ni siquiera es venganza, simplement­e lo tienes que saber. Todos tenemos familia, sueños, esperanzas, y un dinero que guardamos para algo. Todos sabemos retorcer la interpreta­ción y también las putas, como las multas, son de quita y pon.

Las hijas de la inspectora se han emancipado y ella frecuenta un bar de Aribau. Bebe cada noche y demasiado. Pablo un día la vio y se sentó a su lado en la barra, y muy desquiciad­a le contó su historia sin darse cuenta de con quién estaba hablando. Hubo un momento, y si Pablo me lo dice yo le creo, en que sintió pena y pensó en hacer algo para ayudarla, pero dijo «y lo que más me duele es la cantidad de ricos hijos de puta que se salen con la suya mientras yo estoy de baja»; y entonces mi amigo se hizo como el que la comprendía, pagó entera la botella de whisky, se la dejó a mano, se despidió y al salir del bar aguardó en el banco de la otra acera a que el bar cerrara. Ella ya muy perjudicad­a tropezó con una baldosa mal fijada, cayó de lado, y no pudo levantarse hasta que pasó un coche de la Guardia Urbana.

Hace unas semanas Pablo supo que la inspectora se había reincorpor­ado a su puesto de trabajo y pensó que tenía que cuidar de tantos ricos hijos de puta que somos padres contentos y entregados. Sabemos que la señora posee un apartament­o que heredó en Gavá y que a nuestro amigo investigad­or privado un gigoló le debe un favor del carajo.

–Sostres, esto es ficción, ¿verdad?

–Claro, claro. Todo inventado.

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