ABC (Andalucía)

Ulises en su balsa de hule

¿Adónde van los que mueren al cruzar el mediterrán­eo? ¿En qué parte del mar tienen sepultura los ahogados sin nombre?

- KARINA SAINZ BORGO

LAS barcas que cruzan el Mediterrán­eo en dirección a la Península miden unos 30 metros de largo y acogen en su interior más de un centenar de personas: campesinos, cabreros, mecánicos, pescadores, universita­rios. Gente muy distinta entre sí a la que iguala una circunstan­cia: las ganas de marcharse. Suelen pagar más de dos mil euros para embarcarse en esa travesía. Los dan a las mafias, aunque no los tengan. Incluso aunque el único desenlace posible sea morir ahogado o dejarse la piel en una alambrada.

El destino de estos tripulante­s lo deciden el mar, la suerte o la muerte. Hasta el derecho a una sepultura es una proeza para estos hombres y mujeres que padecen varias muertes en una. Esta semana, Érika Montañés ha dedicado un extenso reportaje a los miles que naufragan, una muralla de muertos sin nombre que se alza en el Atlántico y el Mediterrán­eo. El periódico amaneció ese día vestido con una verdad antigua y universal: la fotografía del cementerio de Santa Cruz de Tenerife donde se entierra a las víctimas sin nombre que llegan en cayuco al archipiéla­go.

El Mediterrán­eo libra aún su guerra perpetua. Ulises, a bordo de su balsa de hule. Un naufragio, en toda regla. Los números ponen de manifiesto cómo el aceite de la desesperac­ión engrasa la maquinaria de las mafias y hace saltar los tornillos de una Europa que se mueve de forma desigual ante el mismo desenlace, la tragedia que se repite sin catarsis. Cada verano, sea en Lampedusa, el archipiéla­go balear o el canario, se repite una travesía de la que nadie regresa, ya no a casa, sino vivo.

Mientras alguien los busque, esos muertos no se habrán hundido del todo. Pero pasa el tiempo como el oleaje, y los aleja. Se hunden sus historias como si jamás hubiesen pasado por este mundo. Los itinerario­s se han multiplica­do y con ellos la complejida­d de la situación. Los 37 muertos en el reciente asalto de la valla a Melilla protagoniz­an los episodios de una guerra sin bandera blanca, una guerra interminab­le en la que cada quién juega su posición: España con la patata caliente de un papel que no sabe desempeñar y Marruecos apretando sus tornillos, golpeando el clavo de ataúdes para los navegantes que usa como arma arrojadiza.

La situación es mucho más antigua, y por eso ofensiva, dolorosa y en ocasiones normal. Algo descarrila en este naufragio que narra Montañés en su magnífico reportaje. Una corriente oscura empuja el viaje desde una muerte hacia otra y, si hay suerte, hasta la orilla de una amarga guerra: aquella que tendrán que librar quienes huyen del infierno que supone habitar un Estado fallido. Ulises tiene en ellos la peor de las reescritur­as. Amortajado­s por la desesperac­ión, acaban siempre entre mantas. Aquellas con las que cubrirán sus cuerpos sin vida o aquellas donde puedan extender cualquier mercancía que les permita ganarse el pan.

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