La leyenda blanca
Cuando llegaron los españoles ya no había ninguna civilización que destruir
ME ha traído a México la boda de un cuñado intrépido que parece decidido a hacer su aportación personal a la causa del mestizaje. Aunque aquí (en México, quiero decir) hablar de mestizaje es un anacronismo mal visto. Lo que se enseña en las escuelas es que los conquistadores españoles ampliaron su dominio sometiendo sexualmente a las indígenas y esclavizando a hombres, mujeres y niños mientras viajaban en busca de las Ciudades de Oro. La última vez que visité México, hace ya bastantes años, formaba parte de una delegación del Parlamento europeo y tuve la oportunidad de comprobar que los diputados aborígenes rezumaban algo más que recelo cuando hablaban de la impronta española en la cultura de su país. Salí de allí muy pesimista. Este viaje, en cambio, ha contribuido a mejorar mi ánimo.
Como el cuñado casadero tiene un porrón de hermanos, muchos de ellos con prole numerosa, la ominosa amenaza de tener que compartir con todos ellos, suegros incluidos, largas excursiones en guagua cantando canciones de Luis Miguel me aconsejó preparar itinerarios alternativos más solitarios. Uno de ellos me llevó a Chichén Itzá, la ciudad sagrada de la cultura maya. Allí pude comprobar que el discurso indigenista incendiario de los diputados mexicanos no ha calado todavía en el sentimiento popular. El guía que nos descifraba a mi mujer y a mí los secretos de la pirámide de Kukulkán, a muchos kilómetros de distancia de la guagua familiar, nos hizo saber que los mayas ya se habían destruido a sí mismos casi doscientos años antes de que los españoles llegáramos a la península del Yucatán. Al parecer, a los agricultores de la zona les importaba poco que los astrólogos hubieran mapeado la bóveda celeste cuando en la ignota Europa los grandes eruditos aún seguían discutiendo si la tierra era plana. Solo querían que los dioses les bendijeran con abundantes cosechas. Y como sobrevino una pertinaz sequía que ni los sacrificios humanos de niños y vírgenes en el cenote sagrado ni los sucesivos itzaes lograron remediar, se levantaron en armas y provocaron la aniquilación de su pueblo. Los campos se poblaron de calaveras y las serpientes aladas desaparecieron. Cuando llegaron los españoles ya no había ninguna civilización que destruir.
Hicieron mucho más daño al legado maya los expolios del cónsul americano Edward Herbert Thompson o los caprichos personales del presidente Porfirio Díaz que las huestes de Francisco de Montejo. Luego comprobé, mientras me guarecía del diluvio universal bajo los toldos de los puestos de ‘souvenirs’, que casi todos los comerciantes, bajitos y barbilampiños, compartían el mismo sentimiento de cariño y respeto hacia España. Y no podía moverles su espíritu comercial porque no les compré nada, salvo a uno que empezó a gritar «¡Hala Madrid!» cuando supo cuál era mi ciudad de origen. A él le compré dos pulseras con símbolos del inframundo y le prometí que le llevaría al fútbol si venía a visitarme. Pincho de tortilla y caña a que la propaganda de AMLO no prevalecerá contra el poderío del Bernabéu. Nada mejor que una leyenda blanca para acabar con una negra.