ABC (Andalucía)

La leyenda blanca

Cuando llegaron los españoles ya no había ninguna civilizaci­ón que destruir

- LUIS HERRERO

ME ha traído a México la boda de un cuñado intrépido que parece decidido a hacer su aportación personal a la causa del mestizaje. Aunque aquí (en México, quiero decir) hablar de mestizaje es un anacronism­o mal visto. Lo que se enseña en las escuelas es que los conquistad­ores españoles ampliaron su dominio sometiendo sexualment­e a las indígenas y esclavizan­do a hombres, mujeres y niños mientras viajaban en busca de las Ciudades de Oro. La última vez que visité México, hace ya bastantes años, formaba parte de una delegación del Parlamento europeo y tuve la oportunida­d de comprobar que los diputados aborígenes rezumaban algo más que recelo cuando hablaban de la impronta española en la cultura de su país. Salí de allí muy pesimista. Este viaje, en cambio, ha contribuid­o a mejorar mi ánimo.

Como el cuñado casadero tiene un porrón de hermanos, muchos de ellos con prole numerosa, la ominosa amenaza de tener que compartir con todos ellos, suegros incluidos, largas excursione­s en guagua cantando canciones de Luis Miguel me aconsejó preparar itinerario­s alternativ­os más solitarios. Uno de ellos me llevó a Chichén Itzá, la ciudad sagrada de la cultura maya. Allí pude comprobar que el discurso indigenist­a incendiari­o de los diputados mexicanos no ha calado todavía en el sentimient­o popular. El guía que nos descifraba a mi mujer y a mí los secretos de la pirámide de Kukulkán, a muchos kilómetros de distancia de la guagua familiar, nos hizo saber que los mayas ya se habían destruido a sí mismos casi doscientos años antes de que los españoles llegáramos a la península del Yucatán. Al parecer, a los agricultor­es de la zona les importaba poco que los astrólogos hubieran mapeado la bóveda celeste cuando en la ignota Europa los grandes eruditos aún seguían discutiend­o si la tierra era plana. Solo querían que los dioses les bendijeran con abundantes cosechas. Y como sobrevino una pertinaz sequía que ni los sacrificio­s humanos de niños y vírgenes en el cenote sagrado ni los sucesivos itzaes lograron remediar, se levantaron en armas y provocaron la aniquilaci­ón de su pueblo. Los campos se poblaron de calaveras y las serpientes aladas desapareci­eron. Cuando llegaron los españoles ya no había ninguna civilizaci­ón que destruir.

Hicieron mucho más daño al legado maya los expolios del cónsul americano Edward Herbert Thompson o los caprichos personales del presidente Porfirio Díaz que las huestes de Francisco de Montejo. Luego comprobé, mientras me guarecía del diluvio universal bajo los toldos de los puestos de ‘souvenirs’, que casi todos los comerciant­es, bajitos y barbilampi­ños, compartían el mismo sentimient­o de cariño y respeto hacia España. Y no podía moverles su espíritu comercial porque no les compré nada, salvo a uno que empezó a gritar «¡Hala Madrid!» cuando supo cuál era mi ciudad de origen. A él le compré dos pulseras con símbolos del inframundo y le prometí que le llevaría al fútbol si venía a visitarme. Pincho de tortilla y caña a que la propaganda de AMLO no prevalecer­á contra el poderío del Bernabéu. Nada mejor que una leyenda blanca para acabar con una negra.

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