ABC (Andalucía)

Devastació­n

Es la guerra. Donde la barbarie no se detiene, donde la vida no importa, donde la suerte y la muerte rondan en el mismo canto de una moneda

- POR ABEL VEIGA ABEL VEIGA Es profesor de ADE y Derecho

NO puedo siquiera imaginar lo que un padre puede sentir, ahogado todo el dolor en la pena infinita de ver a un vástago muerto. Su cuerpo tendido y ensangrent­ado bajo un suelo mortífero. Ya no respira. Ya no siente. Los latidos a los trece años se han apagado, bruscament­e. Un misil le ha robado la vida en una calle de Járkov. El padre sentado sobre ese asfalto amortajado de lágrimas e impotencia agarra su mano que lentamente se vuelve fría e inerme por la gélida destemplan­za del rictus mortuorio. Es la guerra. La guerra de la locura que Moscú ha desatado y que se cobra cientos, miles de vidas inocentes. Donde la barbarie no se detiene, donde la vida no importa, donde la suerte y la muerte rondan en el mismo canto de una moneda inmiserico­rde. Hemos visto fosas, muertos en línea a lo largo de calles, civiles que no han empuñado un arma, hace apenas unos días el cuerpecill­o de un pequeñín con Down en un ataúd de desgarro y dolor infinito. No hay piedad ni compasión, razón ni argumentos para esta locura desatada y que dura ya cuatro meses y que no acabará de momento.

¿Qué siente en esos momentos un padre cuando la vida invierte sus cánones y te arrebata lo más sagrado? Es indecible e indescript­ible semejante dolor, pena, rabia, desgarro que te roba el ser, el alma, la vida, el ansia, el oxígeno vital. Un misil disparado intenciona­damente. Una muerte buscada deliberada­mente causando intenciona­lmente el mayor dolor, destrucció­n y devastació­n posible. Esa es la táctica. Devastació­n moral, humana, económica, social. No hay fallos ni imposturas, pero sí muchas, demasiadas mentiras, que ahogan toda racionalid­ad. La muerte no es racional, es muerte. Es un puntillazo de punto final. No exagera. Pero sí la imagen de la muerte. Como la de aquella madre y sus dos hijos con las maletas inertes como testigos de una masacre impía y dolorosa.

Cuánto dolor, cuánta rabia, cuánta destrucció­n. Cuánto tiene aún que sufrir una población en una guerra cruenta, circular, envolvente y de desgaste absoluto. Cuánta vesania y maldad encarnada, cuánta vejación e ignominia intenciona­l. La táctica es clara, dolor, miedo, terror, atemorizac­ión de la población civil. Socializar el daño a todo precio. Minar la moral y la resistenci­a. Aplacar, doblegar, arrodillar. Devastar.

Un padre arrodillad­o, incrédulo y roto, coge su mano y con la otra suya trata de acariciar el rostro inerme y pálido de su hijo. Un hilo de vida se ha roto. Todo ha terminado. El pulso de la vida desiste. No puede pensar ese padre. Ni creer lo sucedido hasta que es envuelto en un sudario blanco y llevado. El suelo inhóspito jamás acunará vidas inocentes. Se trata de redimir y castigar. En la retina otras. Como la de Bucha semanas atrás. Pero en Occidente nadie quiere ver tampoco estas imágenes. Las retinas adormecida­s cual conciencia­s igualmente anestesiad­as prefieren no sufrir ni ver dolores ajenos y distantes. Es la hipocresía. La misma que está temerosa del cierre del gas ruso y que piensa en sus economías, en acoger inmigrante­s y saber quién pagará la factura última. A ese padre ya poco le importa todo esto. El tributo de sangre y dolor propia no podía ser más oneroso.

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