El príncipe
No confía en nadie y nadie sabe cuáles son sus planes pese a su engañosa sensación de cercanía
DE nadie se ha escrito más en los últimos cinco años que de Pedro Sánchez. Se podría llenar una enciclopedia con los artículos sobre su persona, con sus discursos y con sus apariciones en televisión, siempre en medios afines.
Pero la realidad es que el presidente sigue siendo un misterio inescrutable. Un hombre enigmático que nunca hace lo que dice y que no dice lo que piensa. Sus decisiones no obedecen a ninguna pauta, sólo a la lógica del mantenimiento en el poder. Como Maquiavelo, sabe que el éxito de cualquier iniciativa depende del momento.
No hay contradicción cuando afirma una cosa y hace la contraria. No hay que extrañarse que el dirigente que apeló a las bases para legitimarse haya derivado hacia un liderazgo personalista. Todos sus compromisos sólo son referencias retóricas que no le vinculan porque el arte de la política se ejerce sobre la permanente provisionalidad de la realidad.
Los hombres le son útiles en la medida que le sirven para sus necesidades. Eso explica por qué prescindió de Carmen Calvo, Ábalos, Iván Redondo, Campo o Lastra, fieles escuderos que perdieron su favor cuando no eran necesarios. Igual sucede con sus aliados.
Seductor y a la vez implacable, nadie mejor que Sánchez oculta sus sentimientos bajo una máscara de inmutabilidad. Es imposible determinar si está triste o contento. Siempre impasible, como un buda. Frío y calculador, sabe cuándo y por qué hay que dar un paso.
Y, sobre todo, tiene una tenacidad que nunca desfallece. No tiene miedo ni se rinde ante las dificultades. Está dispuesto a jugar fuerte y no admite ningún pulso. Lo ha demostrado purgando en el partido a todos sus adversarios. Nunca olvida una afrenta.
Sánchez no debate, manda. Humillado por los barones y expulsado de Ferraz, se juró que jamás se repetiría una situación semejante. Nadie le hace sombra ni tolera la menor disidencia. Su equipo debe cumplir sus designios con obediencia ciega. No exige inteligencia ni cualificación, sólo le importa la lealtad. Y, aunque no necesita el halago, le gusta porque le reafirma en su poder.
Su vida privada es un coto celosamente guardado, al igual que la expresión de sus emociones. Sólo cuando dimitió como secretario general mostró su dolor. Fue un acto de debilidad del que se arrepintió.
No confía en nadie y nadie sabe cuáles son sus planes pese a su engañosa sensación de cercanía. Hay entre él y el mundo una distancia infranqueable. Se parapeta en los eslóganes, pero jamás muestra sus verdaderas intenciones, que hablan por los hechos y no por sus palabras.
Es listo, precavido e intuitivo. No asume ninguna deuda ni nada le ata. Es sumamente hábil en el ejercicio del poder entendido como supervivencia. Y capaz de dar un giro a los acontecimientos cuando todo parece perdido. Es un absoluto misterio.