El verano moderno se inventó en las viejas playas de la Belle Époque
Miles de turistas acudían a hoteles sin wifi o buffet, pero con agua caliente y colchón flex en las habitaciones
La Restauración borbónica le sentó como un guante al norte de España, cosido por el ferrocarril, abrazado por la industria y bendecido por un turismo playero que atrajo, a borbotones, a los notables a lugares como San Sebastián, Santander, Neguri, Las Arenas, Comillas o Ribadesella. Los grandes burgueses del país empezaron a veranear a mediados del siglo XIX en destinos del Cantábrico para relajar los huesos y disfrutar de urbes que se inflaban y desinflaban con los meses estivales.
La Familia Real jugó un papel casi fundacional para prender en España este turismo de élites. Isabel II acudió la primera a los baños del norte para curar las escamas que le provocaba cada año una rara enfermedad cutánea, le siguió su hijo y luego su nieto. «Los baños de mar sientan muy bien al Rey, y este año tenía verdadera ansiedad por tomarlos, ya que el año anterior el conflicto internacional impidió el veraneo de la Real Familia. No permanece S. M. en el agua mucho tiempo; sólo el indispensable para que la prescripción higiénica; no es aficionado a la natación, y, por consiguiente, se aleja poco de la caseta real, donde su egregia madre y sus hermanas aguardan», escribía Blanco y Negro en una fecha tan temprana como 1899 sobre la visita anual a San Sebastián de la Familia Real.
El comienzo
Hasta finales del siglo XIX, ir a la playa o exponerse al sol no era ni habitual ni saludable. Cuando se subsanaron las dificultades en las comunicaciones, los médicos empezaron a recomendar los baños de mar en aguas vivas y vibrantes, lo cual descartaba al Mediterráneo, considerado un lugar insano que atraía enfermedades respiratorias, y elevó al Cantábrico a templo de la buena salud.
Cuando los veranos se empezaron a democratizar, arribaron familias de clases menos acaudaladas que se conformaba con huir unos días de las abrasadoras ciudades de interior. Esta explosión turística en la Belle Époque abrió el abanico de destinos a Cádiz, Málaga, Alicante, Mallorca, Sitges o Torremolinos, entre muchos otros pegados al mar.
El sol y la costa eran los principales reclamos que, en los años 20 y 30, llevaron a miles de turistas a hoteles cuyo principal oferta no era el wifi o el buffet libre, sino que tenían agua caliente y colchón flex en todas las habitaciones. No en vano, estas nuevas modas masivas pillaron a muchos a contrapié, alarmados de que lo que antes era exclusivo o propio de majaderos, véase el tostarse al sol, era ahora lo generalizado. Jacinto Miquelarena, periodista experto en viajes, describía así en Blanco y Negro (30-08-1931) en tono de sátira «el sport de bañarse»: «El reglamento del juego de bañarse en el mar dispone el tostado de la piel después de la inmersión prolongada. Es difícil que el maillot no quede impreso en la piel, como las iniciales o el escudo de esas manzanas de lujo, para regalo, que se venden en Nueva York».
«El reglamento del juego de bañarse en el mar dispone el tostado de la piel después de la inmersión»