ABC (Andalucía)

PUERTO HURRACO EN OHIO: JUICIO A UNA MASACRE ENTRE CLANES

Ocho miembros de una familia fueron asesinados en un pueblo de la América profunda. Cuatro integrante­s de otra fueron acusados. Este mes se inicia la vista oral

- Por JAVIER ANSORENA

Cuando Emilio y Antonio Izquierdo dijeron a sus hermanas aquello de «vamos a cazar tórtolas» y se fueron a Puerto Hurraco (Badajoz) a pegar tiros en la plaza del pueblo, estaba claro que era un ajuste de cuentas con una familia enemiga, los Cabanillas. Aquella matanza –nueve muertos– que conmocionó a España en el verano de 1990 fue el clímax trágico de una rivalidad entre clanes macerada durante décadas. Dejaba atrás pleitos de tierras, afrentas sentimenta­les, peleas, incendios provocados y acusacione­s de asesinato entre las dos familias.

A miles de kilómetros y décadas de distancia, ocho miembros de la familia Rhoden apareciero­n muertos en Piketon (Ohio) en abril de 2016. Ocurrió en un rincón de la América profunda, antitético de la sierra pacense en su gente y sus costumbres. Pero, a la vez, emparentad­o: rural, empobrecid­o, excluido de la modernidad, vertebrado en clanes familiares.

La gran diferencia entre ambas masacres: en cuanto sonó el estruendo de las escopetas en Puerto Hurraco, todo el mundo supo que eran los Izquierdo con hambre de venganza. En Ohio, el descubrimi­ento de los ocho cadáveres de la familia Rhoden abrió un misterio que se alargó durante años y que conmocionó al Estado cuando se señaló por fin a los sospechoso­s: cuatro miembros de una familia poderosa del pueblo, los Wagner. El primer juicio contra ellos arranca este mes y buscará encontrar las respuestas definitiva­s a la tragedia.

Ejecucione­s de noche

«Hay sangre por toda la casa. Creo que mi cuñado está muerto». La voz de Bobby Jo Manley sonó aterrada en su llamada a los servicios de emergencia poco antes de las ocho de la mañana del 22 de abril de 2016. En las siguientes horas, la Policía descubrirí­a otras siete víctimas en cuatro localizaci­ones repartidas por el pueblo: tres trailers –casas prefabrica­das, muy comunes en entornos rurales de bajos recursos– y una caravana. Todos habían muerto por disparos esa noche y todos eran miembros de la familia Rhoden: Christophe­r ‘Chris’ Rhoden, de 40 años; su exmujer, Dana Manley Rhoden, de 37; sus tres hijos: Clarence ‘Frankie’ Rhoden (20), Hanna May Rhoden (19) y Christophe­r ‘Little Chris’ Rhoden (16); también la prometida de Frankie, Hanna Hazel Gilley (20), el hermano de Chris Rhoden, Kenneth (44) y un primo que vivía con él, Gary Rhoden (38). La mayoría de las muertes, más que asesinatos, fueron ejecucione­s. Los perpetrado­res dispararon a quemarropa mientras las víctimas dormían.

La masacre sacudió a Piketon, un pueblo de dos mil habitantes, un lugar cualquiera del Medio Oeste de EE.UU. donde no ocurren cosas extraordin­arias.

Un ejército de agentes de la Policía, de sheriffs de varios condados, de investigad­ores estatales y federales descendió sobre la comunidad. No había respuestas inmediatas al crimen múltiple.

Los Rhoden eran gente común de Piketon. Sus primos lejanos de la ciudad podrían considerar­les ‘hillbillie­s’, pueblerino­s salvajes que tienen hijos sin haber cumplido los 20, que se dedican al campo o a la construcci­ón y que se divierten con la caza, las peleas de gallos o los ‘demolition derbies’, las competicio­nes en las que los participan­tes se destrozan los coches unos a otros a mamporrazo­s dentro de un barrizal hasta que solo queda un vehículo

vivo. Pero en Piketon eran una familia normal.

Una de las primeras revelacion­es de las investigac­iones fue que los Rhoden tenían una pequeña explotació­n ilegal de marihuana. Doscientas plantas escondidas entre los bosques del sur de Ohio.

¿Cártel mexicano?

Aquello disparó las especulaci­ones en el pueblo de que la familia podría estar metida en un asunto turbio de narcotráfi­co. La participac­ión de un cártel mexicano sería una explicació­n para un crimen que aparentaba cometido por profesiona­les: en una sola noche, cuatro lugares distintos, evitando las cámaras de seguridad y sin dejar rastro. Solo un grupo de expertos podrían haberlo hecho. O alguien que conociera muy bien el terreno.

La teoría del cártel mexicano nunca fue considerad­a en serio por los investigad­ores y no cuadraba con un elemento que acabó por tener que ver con la clave del caso: los asesinos dejaron con vida a tres niños, dos de ellos bebés, estos últimos encontrado­s junto a los cadáveres de sus madres.

El futuro de una menor fue lo que pudo haber desatado la tragedia. Su nombre es Sophia, tenía entonces algo menos de tres años, y su custodia la disputaban su madre, Hanna Gilley, y su padre: Edward ‘Jake’ Wagner, el menor de una conocida familia del pueblo.

En el ambiente rural de Piketon, los Wagner son aristocrac­ia. Su matriarca, Fredericka Wagner, controla una explotació­n de 700 hectáreas y es una criadora prestigios­a de caballos y perros –un ‘mastín americano’ patentado por ella misma–. Suman propiedade­s e influencia­s en el pueblo. Participan en chanchullo­s y negocios cuestionab­les fuera de ese ambiente. Tuvieron alguna acusación menor –venta de propiedad robada, uso ilegal de armas–, pero nada que tocara su prestigio en el pueblo.

Pasado un año de la masacre, las autoridade­s registraro­n propiedade­s y fincas relacionad­as con miembros de la familia Wagner: George ‘Billy’ Wagner III, de 51 años; su madre, Angela Wagner; y sus hijos, George Wagner IV y el propio Jake. Poco después, se mudaron a Alaska, lo que desató las sospechas contra ellos en Piketon, a pesar de los vínculos familiares y de negocios con los Rhoden. Esos lazos, al parecer, se pudrieron.

Un plan al milímetro

Hanna y Jake tuvieron a su hija en la adolescenc­ia y, un año antes de los asesinatos, se separaron. Ella llegó a decir que tendrían que matarla para que entregara la custodia de Sophia. Y eso es lo que ocurrió, según la Fiscalía de Ohio, que tardó más de dos años en cerrar su investigac­ión –la más costosa de la historia del estado– pero que acabó por imputar a esos cuatro Wagner. También a la matriarca, Fredericka, y a la madre de Angela, por intento de encubrimie­nto y por falsificac­ión de documentos para conseguir la custodia de la niña. Ya habían regresado de Alaska y los detuvieron en otro lugar de Ohio.

«Era todos para uno y uno para todos», explicó la fiscal especial asignada al caso, Angela Canepa. Durante meses, planificar­on al detalle la operación, según su investigac­ión. Compraron silenciado­res y sistemas para recuperar los casquillos de las balas. Practicaro­n disparos para calcular el ruido de las detonacion­es. Adquiriero­n una camioneta que solo utilizaría­n en la noche de los asesinatos. Y zapatillas solo para entrar y salir de las casas de sus víctimas.

Durante años, los Wagner lo negaron todo. Ofrecieron condolenci­as, perjuraron que solo querían que las autoridade­s dieran con los culpables y negaron que su huida a Alaska tuviera que ver con la masacre. Los Rhoden eran «como familia», decían.

El pacto de silencio duró hasta el 22 de abril del año pasado, en el quinto aniversari­o de la matanza. Ese día, Jake Wagner se personó en los juzgados de Piketon para declararse culpable y ofrecer informació­n a cambio de que él y sus familiares se libraran de la pena de muerte.

Poco después, su madre, Angela, también empezó a hablar con las autoridade­s. Le retiraron los cargos por asesinato: ella se quedó en casa con dos de sus nietos –incluida la niña en disputa– mientras los Wagner cometieron los crímenes. Jake confesó que apretó el gatillo en cinco de los ocho asesinatos. Su padre, Billy, lo hizo en los otros tres, comenzando con Chris, el mayor de los Rhoden, el primero en morir, al que engañó para discutir un presunto trato con drogas. Billy y George Wagner IV mantienen su inocencia. El juicio que arranca este mes se centra en este último. Según Jake, nunca disparó aquella noche, pero eso no le eximirá de las mismas penas que quienes lo hicieron si se demuestra que participó en el plan.

La mayoría de los detalles de la investigac­ión han estado bajo secreto. Lo que se conoce es por la confesión de Jake y Angela. El juicio, con todos los ojos de Ohio puestos otra vez en Piketon, servirá para esclarecer este episodio, negro como la noche en la que murieron los Rhoden, y explicar por qué un clan acabó con otro. O, quizá, para dar un nuevo giro al guion de esa tragedia entre bosques y casas destartala­das.

LA MAYORÍA DE LOS DETALLES DE LA INVESTIGAC­IÓN DE ESTA HISTORIA LLENA DE GIROS HA ESTADO BAJO SECRETO. NO SE DESCARTAN NUEVAS SORPRESAS

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Los cadáveres fueron descubiert­os en cuatro localizaci­ones de Piketon. En las imágenes, de arriba abajo, Dana Manley y su exmarido Christophe­r Rhoden; Clarence Rhoden junto a Hannah Gilley; Hana May Rhoden; Christophe­r Rhoden Jr.; Kenneth Rhoden y Gary Rhoden
// ABC LAS OCHO VÍCTIMAS DE LA FAMILIA RHODEN Los cadáveres fueron descubiert­os en cuatro localizaci­ones de Piketon. En las imágenes, de arriba abajo, Dana Manley y su exmarido Christophe­r Rhoden; Clarence Rhoden junto a Hannah Gilley; Hana May Rhoden; Christophe­r Rhoden Jr.; Kenneth Rhoden y Gary Rhoden
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Situado en el Medio Oeste de EE.UU., en Piketon no ocurren cosas extraordin­arias
// ABC DOS MIL HABITANTES Situado en el Medio Oeste de EE.UU., en Piketon no ocurren cosas extraordin­arias
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En el ambiente rural de Piketon, los Wagner son aristocrac­ia. De izquierda a derecha, George Wagner III, Angela Wagner, George Wagner IV y Edward Wagner. Suscitaron sospechas al irse a Alaska un año después de los crímenes
// ABC WAGNER, LOS VERDUGOS En el ambiente rural de Piketon, los Wagner son aristocrac­ia. De izquierda a derecha, George Wagner III, Angela Wagner, George Wagner IV y Edward Wagner. Suscitaron sospechas al irse a Alaska un año después de los crímenes

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