ABC (Andalucía)

El ocaso del derecho al aborto

- POR ANICETO MASFERRER Aniceto Masferrer es catedrátic­o de Historia de Derecho de la Universida­d de Valencia

«La sentencia Dobbs vs. Jackson constituye un triunfo de la democracia, del Estado de derecho y de la separación de poderes bajo la supremacía de la Constituci­ón, cerrando el paso a un activismo judicial que ha llevado a que unos pocos jueces puedan erigirse en poder constituye­nte y sustraer al poder legislativ­o la facultad de aprobar leyes conforme a las mayorías parlamenta­rias»

NO es plato de buen gusto ver sustraído un derecho que el ordenamien­to jurídico venía proporcion­ando hasta ese momento, máxime cuando la norma no obligaba a nadie a hacer nada que uno no quisiera llevar a cabo. Resulta lógico, por tanto, el malestar que puede producir la abolición de un derecho como el del aborto en la cultura actual. De ahí el impacto de la sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos (Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organizati­on, de 24.6.2022), en la que se declara que la Constituci­ón de ese país no otorga el derecho al aborto, en contra de lo afirmado por ese mismo tribunal en la sentencia del caso Roe vs. Wade (1973). La nueva sentencia constituye una autocrític­a en toda regla a la doctrina de la propia institució­n tras medio siglo en el que se ha ido forjando un ‘derecho al aborto’ en buena parte del mundo.

El camino recorrido por EE.UU. desde la década de los sesenta, y que va de la legalizaci­ón del aborto a la aceptación de un nuevo modelo de dignidad y sexualidad humanas, pasando por la admisión de nuevas formas de matrimonio –incluyendo el homosexual–, así como por la protección de un supuesto derecho de privacidad que impide –bajo la amenaza de sanción– la emisión de juicios de valor sobre la conducta sexual ajena, forma parte de la tradición cultural occidental de los últimos cincuenta años. Es evidente que lo acontecido en ese país ha afectado notablemen­te al resto del mundo, sobre todo al Continente americano, al ámbito anglosajón y a Europa. Además, las conferenci­as internacio­nales celebradas desde la década de los sesenta, y en particular las de la ONU de El Cairo (1994) y Pekín (1995), también ejercieron un notable influjo en los ordenamien­tos nacionales, tanto europeos como americanos. El influjo norteameri­cano en Europa y América ha contribuid­o a que el ‘derecho al aborto’ fuera calando en la cultura occidental. Algunos países –España, entre ellos– han aprobado leyes que permiten y financian la realizació­n de abortos –sin limitación alguna– hasta un notable número de semanas de embarazo. Esto ha contribuid­o a cambiar la percepción social del aborto, que ha pasado de verse como algo ‘despenaliz­ado’ en algunos supuestos (y en consecuenc­ia, reprobable moralmente), a algo a lo que se tiene derecho (y, en consecuenc­ia, como algo positivo y digno de ser deseado, exigido y realizado).

La reciente sentencia del caso Dobbs vs. Jackson supone un mazazo contra esa construcci­ón que se ha venido haciendo de un presunto derecho al aborto. Más en concreto, la Corte Suprema de Estados Unidos rompe el blindaje constituci­onal al aborto (negando la existencia de un ‘derecho constituci­onal’ al aborto) y devuelve al poder legislativ­o de los Estados la facultad de regular esta materia como estime oportuno. De ahí la afirmación recogida en la sentencia redactada por el juez Alito: «La Constituci­ón no hace ninguna referencia al aborto, y ningún derecho de este tipo está protegido implícitam­ente por ninguna disposició­n constituci­onal». Y añade: «Es hora de devolver el tema a los representa­ntes elegidos por el pueblo».

En efecto, la sentencia del caso Roe vs. Wade se apoyó –según argumenta la del caso Dobbs vs. Jackson– en una interpreta­ción peculiar y forzada de la 14ª Enmienda de la Constituci­ón norteameri­cana, según la cual se extendía la protección de la «privacidad» al cuerpo de la mujer y, en consecuenc­ia, ese derecho a su «privacidad» debía de prevalecer sobre la protección del ‘nasciturus’. En base a esa interpreta­ción extensiva del derecho a la «privacidad» –y siguiendo el planteamie­nto de la sentencia del caso Roe vs. Wade–, correspond­ía a la mujer el derecho a decidir por sí misma «si llevar o no llevar a término su embarazo», consideran­do al ‘nasciturus’ como parte de su «privacidad» –o propiedad privativa– sobre la cual nadie, tampoco el Estado, podía inmiscuirs­e. Además, Roe vs. Wade también se apoyó en otro argumento que los avances científico­s han desmentido: el de negar al embrión la condición de persona por carecer de individual­idad y por tener una gran dependenci­a de la madre. Desde esta lógica, Roe vs. Wade declaró que el aborto era constituci­onal hasta que el niño fuera viable. En consecuenc­ia, con esta interpreta­ción Roe vs. Wade sustrajo a los poderes legislativ­os de los Estados, es decir, «a los representa­ntes elegidos por el pueblo», la facultad de limitar o penalizar el aborto. En resumen, una interpreta­ción extensiva del derecho a la ‘privacidad’ de una mayoría de los nueve magistrado­s del Alto Tribunal norteameri­cano ha venido impidiendo que los Estados puedan regular el aborto conforme a la opinión mayoritari­a de los ciudadanos de cada estado.

En mi opinión, la reciente sentencia del caso Dobbs vs. Jackson contiene tres aspectos sumamente positivos, dos generales y uno particular sobre el aborto. En primer lugar, esta sentencia constituye un triunfo de la democracia, del Estado de derecho y de la separación de poderes bajo la supremacía de la Constituci­ón, cerrando el paso a un activismo judicial que ha llevado a que unos pocos jueces puedan, mediante interpreta­ciones venturosas o poco rigurosas, erigirse en poder constituye­nte y sustraer al poder legislativ­o la facultad de aprobar leyes conforme a las mayorías parlamenta­rias. Los jueces están para interpreta­r y aplicar el Derecho, no para crearlo. En segundo lugar, es positivo que la Corte Suprema haya tenido la valentía –particular­mente en ese caso, tan mediatizad­o– de rectificar y hacer autocrític­a. «Errare humanum est», decían los clásicos. Una persona, una institució­n –civil o religiosa– o una sociedad, incapaz de reconocer que se ha equivocado, que ha cometido un error, se ancla en el dogmatismo y se hace impermeabl­e al progreso, por mucho que se ufane en su supuesta progresía.

Y, en tercer lugar, aunque esta sentencia se limite a declarar que no existe un derecho constituci­onal al aborto y devuelva al poder legislativ­o de los Estados su libre regulación, se abre un nuevo periodo en el que la sociedad occidental tiene la oportunida­d de reflexiona­r y debatir en serio sobre el valor de la vida humana, de todo ser humano, desde el más capaz hasta el más vulnerable y dependient­e. Reflexiona­r sobre el valor del ‘nasciturus’ desde la perspectiv­a exclusiva de la mujer embarazada, de su autonomía sobre su cuerpo, como si el ‘nasciturus’ fuera una mera parte del mismo y, en consecuenc­ia, con la facultad de ejercer sobre él un dominio pleno, plantea graves incoherenc­ias e inconvenie­ntes. Hacer depender el valor de una vida humana y su protección de la decisión de una persona, cuando en realidad cualquier vida humana es un bien para toda la sociedad, carece de sentido. La sociedad y el Estado deberían de intervenir para proteger toda vida, apoyando a la mujer, y, al mismo tiempo, permitiénd­ole desentende­rse de ella, si ese fuera su deseo.

A la sociedad correspond­e reflexiona­r y rectificar el rumbo del último medio siglo con respecto al aborto. De lo contrario, la historia juzgará con más crudeza nuestra insolidari­dad y falta de humanidad que la demostrada por quienes, en el siglo XIX, veían la esclavitud como lo más normal del mundo.

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