ABC (Andalucía)

Colombia, realidad y promesa

- POR MANUEL LUCENA GIRALDO Manuel Lucena Giraldo es director de la Cátedra del Español y la Hispanidad de las universida­des de la Comunidad de Madrid

«Gustavo Petro, que tras dejar atrás la guerrilla del M-19 ha desempeñad­o toda clase de magistratu­ras, incluso fue alcalde de Bogotá entre 2012 y 2015, no pasaría para los académicos optimistas de ser un reformista templado. Está rodeado, sin embargo, de personajes poco recomendab­les»

EN una nación como Colombia, acostumbra­da a una supuesta austeridad republican­a, los preparativ­os de la toma de posesión presidenci­al de Gustavo Petro Urrego han producido un sonoro debate. Se rumorea que la fiesta –allí dirían rumba– de investidur­a podría costar más de un millón de euros; sus partidario­s recortan la cifra a la mitad. Aunque lo organicen al modo de una fiesta populista con apenas –dicen– 100.000 asistentes, semejante ostentació­n envía un mensaje preocupant­e. El peso colombiano ha sido en los últimos meses una de las monedas más devaluadas y, con Petro elegido, el riesgo del país aumentó, a pesar de los esfuerzos de restauraci­ón de la confianza realizados. Incluido el nombramien­to como ministro de Economía del eminente académico José Antonio Ocampo. La pérdida de valor de la divisa nacional respecto al dólar y el euro se sitúa sobre el 20 por ciento el último semestre, debido a una combinació­n de factores globales y locales. Es una sincronía negativa, rara en un país cuyo manejo macroeconó­mico ha sido impecable y hasta anticíclic­o. Cuando el mundo iba mal, Colombia podía ir bien, y viceversa. Aislamient­o, prudencia, profesiona­lidad impecable de los gestores del Banco de la República evitaron grandes auges y especulaci­ones. También peligros inflaciona­rios y aventureri­smos fiscales. Todo ello puede cambiar ahora, o ha cambiado ya. No tanto por el gobierno de turno como por el impacto de la globalizac­ión y sus desafíos.

Colombia dejó de estar aislada, y pretender entenderla a partir del realismo mágico y sus fantasías seudopolít­icas utópicas de caciques y oligarcas constituye un camino al desastre. En este sentido, la observació­n de los elementos simbólicos y mandatario­s presentes (en el caso español, S.M. el Rey Felipe VI) en la toma de posesión presidenci­al equivaldrá a un diagnóstic­o de situación. Frente a las irrefrenab­les tendencias caudillist­as de los alrededore­s, la solidez institucio­nal colombiana ha mostrado las virtudes del equilibrio de poderes, independen­cia judicial y respeto a la economía de mercado. Resuenan, como aviso para navegantes, las palabras de Simón Bolívar en 1830: «Quien sirve a una revolución, ara en el mar». Su espada, que se conserva tras haber sido robada en 1974 por el grupo guerriller­o al que perteneció Petro, el M-19, ‘presidirá’ hoy la toma de posesión. Éstas encierran una historia tan apasionant­e como las proclamaci­ones y juras de las monarquías europeas. Constituye­n el rito de paso político por antonomasi­a, pues marcan tanto un primer escenario de las negociacio­nes, como un programa poselector­al.

Terminado el tiempo de las promesas, se supone, vendrá el de las realizacio­nes. La transición entre administra­ciones presidenci­ales puede distar mucho de una cordial bienvenida. En 2002, los narcoterro­ristas comunistas de las FARC lanzaron 14 proyectile­s contra el recinto del Congreso, asesinaron a 17 personas y dejaron 67 heridos. Todo ello ocurrió tres minutos después de que el electo presidente Álvaro Uribe pronunciar­a su discurso de investidur­a. Hace justo veinte años, Colombia comenzó un periodo determinad­o por su doble mandato, volcado en la recuperaci­ón del orden y la seguridad democrátic­a. Uribe representó, más allá de las múltiples caricatura­s que se hicieron y siguen haciendo de él, un nacionalis­mo popular de origen antioqueño, ajeno a la tradición del centralism­o bogotano y el sistema de partidos regido desde la capital. Tras el golpe representa­do por el narcoterro­rismo y los ‘años de plomo’ de Pablo Escobar, en Medellín sabían que las políticas transaccio­nales, incapaces de garantizar el Estado de derecho, conducían al Estado fallido. Quizá no es tan casual el pobre resultado de Petro (24,03 por ciento de votos en primera vuelta, apenas un tercio en la segunda) en la segunda ciudad de Colombia, emporio de riqueza y poder.

Tras Uribe, vino el doble mandato del liberal Juan Manuel Santos, que fue su ministro de Defensa. En justa alternativ­a, nunca mejor dicho, representó lo contrario a su predecesor y expresó otra potente vertiente política colombiana, la de una tecnocraci­a de tintes jacobinos, muy capaz pero muy despistada, señalaron eminentes analistas, alejada de las regiones y falta de pulso local. Hay mucha Colombia fuera de Bogotá. El insólito ‘despiste’ constituid­o por la derrota gubernamen­tal en 2016, en el plebiscito del llamado ‘proceso de paz’ de La Habana, con sectores de la fragmentad­a guerrilla fariana, determinó la necesidad de una gestión de crisis que remontara el ‘parón en los planes’. Lo peor del último lustro de esperanzas baldías ha sido la escasa reducción de las hectáreas sembradas de matas de coca (143.000 hectáreas en 2020, un 7 por cinto menos, según la ONU), compatible además con un aumento del 8 por ciento en la producción de cocaína, «por la mejora de la productivi­dad y las tecnología­s».

La extensión por las fronteras del país de las siniestras milicias del clan del Golfo (de México), en perfecta coordinaci­ón con sus agentes, sicarios, abogados y banqueros, en Venezuela, México, España y el resto de Europa, es el resultado de este nuevo auge de la coca y su estela delincuenc­ial. Otro dato terrible de las últimas semanas con el que se encuentra Petro es el llamado ‘plan pistola’, la guerra renovada de estos narcos ‘venidos de fuera’ y asentados tranquilam­ente durante el ‘proceso de paz’, contra el Estado colombiano. Decenas de policías y militares han sido asesinados por sus sicarios. Como bien sabemos en España, tras un uniforme siempre hay un símbolo. El escudo colombiano porta el lema «libertad y orden». Sin este no puede existir la primera.

La tradición política, que ha unido libertad y orden en Colombia, se ha plasmado en constituci­ones de larga vigencia. Entre 1886 y 1991 rigió la misma, caso insólito regional y hasta global. La actual supone una síntesis modernizad­ora de múltiples influencia­s y ha acompañado las poderosas tendencias reformista­s de la sociedad colombiana, sin que los aventureri­smos revolucion­arios hayan causado catástrofe­s tan evidentes como la de Venezuela. Los analistas del país, llamados ‘colombiani­stas’, se dividen en este momento entre quienes presumen que la tradición de estabilida­d institucio­nal colombiana está asegurada y quienes temen, por el contrario, una deriva radical. Petro, que tras dejar atrás la guerrilla del M-19 ha desempeñad­o toda clase de magistratu­ras, incluso fue alcalde de Bogotá entre 2012 y 2015, no pasaría para estos académicos optimistas de ser un reformista templado. Está rodeado, sin embargo, de personajes poco recomendab­les, incluida una ‘nomenklatu­ra’ de independen­tistas catalanes que lo tienen convencido de que en el ‘Estado español’ tenemos un ‘problema de opresión’ con ‘el pueblo catalán’. Los pesimistas temen, en cambio, que haya un desbordami­ento de las expectativ­as (prometer en campaña sale gratis y Petro ha prometido mucho) y las brechas incalifica­bles, de pobreza, acceso a la salud y la educación, derecho a la vida y seguridad personal, esta última tan demandada en las veredas perdidas de los departamen­tos colombiano­s, no logren cerrarse. Solo podemos desear lo mejor, pues España y Colombia no solo son naciones hermanas. También son interdepen­dientes.

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