El palacio de los naipes y el póquer persa que se jugaba con dragones
Félix Alfaro Fournier heredó una fábrica de barajas y, a fuerza de coleccionar cartas increíbles, levantó un museo
Con los naipes se hacen castillos y, en Vitoria, se llenan palacios. No es broma, pero tampoco extraño, porque esta ciudad es historia de la baraja, del juego, ¿del vicio? Cosas de Fournier: el abuelo, Heraclio (ya no se gastan estos nombres, qué pena), levantó una fábrica de cartas y amasó una buena fortuna y se hizo famoso en medio mundo; el nieto, Félix Alfaro, heredó el trono en 1917 y según expandía su imperio fue imaginando un museo extraordinario en su rareza, un sueño que por recurrente se hizo realidad. La vida es así: a la supervivencia siempre le sigue el capricho. El placer.
El caso es que hoy en Vitoria nos encontramos con un edificio renacentista que alberga una de las mejores colecciones de naipes del mundo, por extensa, por intensa y porque sí. Los hay antiguos y modernos, exóticos y celebérrimos, para jugar y para la magia, para el uso y para la contemplación. Algunos cuentan historias de un mundo que fue, y otros de uno que nunca existió, pero todos nos recuerdan la verdad del ocio, que es vieja como el puño: la felicidad de lo inútil, el refinamiento de la nadería, la lucha contra el aburrimiento. Esto es la humanidad, en esencia.
Isabel Buesa, que es guía del museo, nos da los datos del botín: hay más de veinte mil cartas que vienen de los cinco continentes, de todas las épocas, hechas con todas las técnicas que se conocen. En fin, mucha tela que cortar. ¿Por dónde empezamos? Por el principio, claro.
El primer hito en la historia que dibuja el Museo del Naipe es la baraja provenzal, que está fechada alrededor del año 1400. Se hizo mediante xilografía (una tabla de madera grabada entintada, usada a modo de sello) y fue coloreada a la morisca, esto es, con los dedos. El detalle es importante, porque hasta el siglo XV los naipes eran un lujo, ya que se hacían a mano o con técnicas demasiado costosas; hubo que esperar a la llegada de la imprenta para que el invento se democratizara (la democracia es lo barato) y, pasito a pasito, naciera la partida de sobremesa, regada con orujo o lo que fuera. Y de ahí al mus de las universidades hay un tris, aunque nos estamos adelantando…
Mundo árabe
Se cree que los naipes se inventaron en Asia, pero llegaron a Europa en el siglo XIV por el sur, a través del mundo árabe y del calor. Pronto se extendieron por el continente, adaptándose a la cultura de cada lugar, igual que los dioses romanos: lo que en España eran oros, copas, espadas y bastos, en una baraja alemana del Alto Rhin de 1460, otra de las joyas de Fournier, eran bellotas, hojas, corazones y cascabeles. Esos símbolos, por
cierto, evolucionaron hasta convertirse en tréboles, picas, corazones y diamantes, que son las señas de la mítica baraja francesa (sí, sí, la del póquer).
Al lado de estas cartas está un tarot italiano de finales del siglo XV que está pintado a mano sobre pergamino y lámina de oro. Se conservan solo seis piezas (el emperador, la papisa y cuatro cartas numerales), que pertenecían a la familia de los Visconti. En aquel tiempo, aún, el tarot se usaba para matar el tiempo y no para predecir el futuro. Los vaticinios llegaron después, con el negocio…
El Museo del Naipe está hecho con mimo, y paseando por las salas (por palacio, como antaño) uno va descubriendo un mosaico curioso y caótico de inventos, y escucha los «guau» de los niños, y el «qué curioso» del padre, y los dedos señalando, por ejemplo, al muy cultureta Uta Karura, un juego tradicional japonés que consistía en juntar poeta y poemas: había doscientas cartas, cien de cada, y la gracia era emparejarlas; hoy ya es una reliquia, pero en su día tuvo mucho predicamento. O al As-nas, un entretenimiento persa similar al póquer que en lugar de ases tenía dragones... El ingenio humano es inagotable. En la India había naipes redondos sospechosamente parecidos a los posavasos, y en Holanda dibujaron el mundo en una baraja, y en Inglaterra se inventaron las barajas musicales, que contenían una melodía que se interpretaba al final de las fiestas. Y más. En Perú, durante el virreinato, un tal Michael Aslano consiguió hacer una baraja en plata, nada menos: la fundió, la laminó, la recortó, la grabó y finalmente la pintó. También firmó el dos de copas, para que se supiera quién había rizado el rizo.
—¿Y viene mucha gente al museo?
—Viene muchísima gente, porque es una colección muy atractiva y… Fournier está en el día a día de esta ciudad, y muchos visitantes tienen una relación más o menos directa con la fábrica, que llegó a tener más de mil trabajadores.
Buesa se detiene en una baraja española del siglo XVI, concretamente en el dos de espadas, que luce la leyenda «con licencia del rey», y explica la guerra que hay detrás: las cartas necesitaban la autorización de impresión de la Corona, que permitía el juego por los jugosos beneficios de los impuestos; mientras tanto, la Iglesia protestaba por la proliferación del vicio. Esa tensión es muy nuestra: el tabaco mata pero, el alcohol no es bueno pero, y así va pasando la historia, que antes que cíclica o lineal es imperfecta.
Una de las fechas clave del recorrido es 1868: fue cuando Heraclio Fournier abandonó Burgos y se mudó a Vitoria. Primero montó una tienda de objetos de escritorio (el recado de escribir, esas cosas), y allí instaló su primer taller litográfico, con el que imprimió una baraja que fue premiada en una exposición en París. El resto es historia del naipe, es decir, de Vitoria.