Anna Freud
Una con líneas el dato biográfico del protagonista, la efeméride y el año correcto donde se produjeron ambas. Las soluciones al puzle se ocultan en el texto: encuéntrelas y disfrute de su sapiencia por partida doble
«Mirándote me doy cuenta de lo viejo que soy, porque tienes exactamente la misma edad que el psicoanálisis» (Carta de Sigmund Freud a su hija Anna). Era 1920 y ella cumplía los veinticinco en Viena. Supongo que el capitán Dreyfus se acordase, en ese veinticinco aniversario redondo, de la fría mañana de 1895 en el patio de la Escuela de París: le despojaron de sus insignias militares, humillándole ante Francia. Era Anna de Sigmund su hija favorita, soñaba él que ella fuese el San Pedro de su futura iglesia. Ella le quería igual: confirmando complejos psicoanalíticos, borró a su madre –Martha Bernays– del iglú paternofilial. ‘El gabinete del doctor Caligari’ contagiaba ideología freudiana a la población. No queda cine en el imponente Marmorhaus berlinés donde se estrenó la película en 1920: hoy lo viste un franquiciado de Muji en el que se contagia la ideología Marie Kondo a la población.
Con Freud en mente, la rica heredera Dorothy Burlingham esperaba curar a su hijo Bob de su enfermedad psicosomática y sus ansiedades. Por eso viajó a Viena, separándose de su marido estadounidense, con sus otros tres chiquillos. No se imaginaba que ahí (1925) comenzaría una relación con Anna Freud que duraría hasta su muerte. Anna trató a los niños con tal ahínco que parecían encarrilados. ¿Leían a George Bernard Shaw, premio Nobel de ese año? A principios de los treinta, los nazis treinde ta, Sigmund se resistía a exiliarse. Una gota colmó el vaso con Austria ya tejida en Anschluss (1938): el interrogatorio nazi a Anna, rebuscando en la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Su padre no sabía, nunca estaría preparado, por tanto Anna no se lo contó: ella escondía barbitúricos para suicidarse si la torturaban. Decidieron exiliarse en Londres, lejos de los horrores antisemitas que destruirían Viena –y que eliminarían a parte de su familia–. Otro horror explotaba en España: 15.000 muertos en la Batalla del Ebro.
Desdichas
«¿Es posible detener el curso de la vida? ¿Ha logrado alguien fraccionar la muerte?», se pregunta ‘La piel de zapa’ de Balzac, el último libro que Freud leyó respirando. Se lo llevó un carcinoma en el paladar. Hubo poca poesía en su muerte: demasiada casi guerra mundial a su vera. Se lo imagina uno liberado del dolor de la enfermedad, por fin entre sonidos que sólo podrían salir de la cabeza de Phil Spector (1939-2021). Muerto el cuerpo, el psicoanálisis siguió más vivo que nunca: sus teorías las heredó su sobrino, el publicista Edward Bernays, para influir en las masas mediante anuncios y relaciones públicas. Lo consiguió en muchas ocasiones –instaló el tabaquismo en mujeres–: algunas, terroríficas. Contribuyó, bien pagado por la United Fruit Company, a que el Gobierno estadounidense creyese que el guatemalteco, elegido democráticamente, era un satélite comunista y facilitase los negocios de la multinacional. El golpe de Estado en el país centroamericano confirmó su triunfo: era 1954 y, aunque esto no tenga relación causal, a la pobre Ann Hodges, vecina de Alabama, la golpeó un trozo meteorito mientras dormía la siesta. El primer humano registrado con este raro honor.
La tremenda presencia del psicoanálisis en la vida cotidiana sellaba el sentido de Anna Freud en el mundo. Enfrente, su fracaso personal. Bob, el hijo de Dorothy Burlingham al que trataba desde 1925, muere entre alcohol y tormento. Otra hija, Mabbie, se suicida cuatro años después (1974) en la casa londinense de los Freud. Las desdichas de Anna se parecían a las del almiqui, un mamífero venenoso entre el topo y la musaraña: como el bicho, parecían extintas y, de pronto, regresaban. «No fue una tía a la que pudieses abrazar», contó Anton Freud en el documental ‘El siglo del yo’ de Adam Curtis. Qué paradoja: la madre del psicoanálisis infantil no era cariñosa con los niños. Murió en 1982 sin Dorothy Burlingham. En el otro lado del mundo, en Argentina, Arquímedes Rafael Puccio formó unos lazos tan fuertes con sus infantes que les hizo capaces de secuestrar y torturar a alguno de sus propios amigos. Contó la historia de los Puccio, me estremezco aún, Pablo Trapero en su filme ‘El clan’.