Nacionalismos negativos
«No pocos españoles, ubicados preferentemente a babor, incurrieron en una confusión recurrente durante las discordias civiles: la de percibir como amigo al enemigo del enemigo. Por ahí se coló ETA: si ETA iba contra Franco, e ir contra Franco era bueno, a lo mejor ETA no era tan mala. Éramos muchos, y parió la abuela. Por parte de padre, y por parte de madre. La Transición nos devolvió a la cordura, o eso parecía. Al cabo todo se ha venido abajo, estúpidamente»
EN ‘Notes on Nationalism’, Orwell medita sobre quienes han desplazado su lealtad a un país distinto, distante y rival. El inventario incluye a católicos del corte de Chesterton o a los parciales de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Pero nuestro hombre está pensando más que nada en las elites filocomunistas británicas, las que generaron a Philby y otros agentes dobles al servicio de Moscú. En el 45, año en que apareció ‘Notes on Nationalism’, Philby operaba aún en la sombra. Ignoro si Orwell, colaborador prospectivo del Foreign Office, llegó a sospechar de él.
Resumo al máximo la tesis de Orwell sobre el nacionalismo tránsfuga, o como prefiere escribir en su ensayo, «negativo». En esencia, nos socializamos insertando nuestra personalidad en una estructura moral determinada. Cuando la inserción fracasa por la razón que fuere, es frecuente que experimentemos un desasosiego insoportable, una especie de descolocación radical. Y entonces buscamos otra estructura: en ocasiones, otro territorio, otra comunidad. Si conjeturales, mejor, ya que lo desconocido, en la medida precisamente en que es desconocido, no pone en entredicho el modelo de perfección que hemos depositado en nuestro almario. Acudo a esta palabra en desuso porque tiene el mérito de fundir dos acepciones: la de alma o conciencia, y la de un repositorio virtual en que descansan, como la hostia en el sagrario, ensoñaciones, idealizaciones y demás impedimenta de la vida sentimental.
Ahora, mirémonos en el espejo. También existe un nacionalismo negativo español. Más antiguo, más comprehensivo, menos peliculero que el de Philby y compañía. El síndrome apunta ya en las ‘Cartas marruecas’ de José Cadalso, una réplica tardía a ‘Cartas persas’ de Montesquieu. En la carta LXXVIII el barón trasunta a un criollo mexicano que sentado a la puerta de su casa, cruzado de brazos, inmóvil como un perro pachón, se pasa las horas muertas embebido o como hechizado por el portento de su piel blanca. La albura del criollo, no obstante, es de contrabando. Su tez, la de él y la de sus progenitores españoles, tira al color de la aceituna. La impertinencia de Montesquieu, de claro sabor racista, adquiere una acritud especial cuando se considera qué clase de bicho era el racismo por aquellas calendas. En 1751, a mitad de camino entre las cartas persas y las marruecas, Benjamin Franklin compuso un panfleto (‘Observations Concerning the Increase of Mankind’) donde sostiene que no solo italianos, españoles o eslavos son blancos dudosos. En las mismas están ¡suecos y alemanes! Los que no sean ingleses o en su defecto sajones se quedan, en opinión del inventor del pararrayos, en ‘swarthy’, ‘tostados’. Una croata, rubia como el oro y pálida como las azucenas, es tostada.
El monopolio anglo de lo blanco que Franklin formula nace de identificar categorías físicas con categorías morales. Una categoría se iguala con la otra, como se igualan dos sonidos contiguos en algunas palabras. Ese mecanismo nivelador, que los fonólogos denominan ‘asimilación’, es el que Montesquieu nos aplica en ‘Cartas persas’. El blanco frustrado del criollo vale por la suerte declinante de España, por su retraso en las ciencias, por el oscurecimiento de la inteligencia que ha traído consigo la Inquisición. Los españoles somos, en fin, europeos degradados. Llevamos, literalmente, la degradación pintada en la cara.
Cadalso reacciona airadamente. Lo hace, sin embargo, con un punto de ambivalencia, ya que su retrato de la patria española raya en pesimista, a la postre, en muy pesimista. Si no piensa lo que Montesquieu, tampoco consigue pensar del todo lo contrario. No es maravilla que concluyésemos por asumir, andando el tiempo, las exageraciones y prevaricaciones de la Leyenda Negra, sobre la que ha escrito por largo y elocuentemente Elvira Roca en ‘Imperofobia’.
En el XIX perdimos el imperio y sufrimos dos invasiones. También divergimos hacia abajo en renta, ilustración y dominio de la técnica. Todo esto alimentó entre nosotros el ‘self-hatred’, el odio contra uno mismo. La patología se exacerbó en el 98, y no ha terminado de corregirse por entero pese a la mejora notabilísima, a partir de los sesenta, de los índices que miden la riqueza o el desarrollo. En este contexto conviene situar la peregrina pulsión de simpatía que la izquierda ha sentido durante decenios hacia los separatismos negadores de España. El sesgo surgió por un proceso de hibridación, o para ser exactos, de superfetación: la vieja desafección identitaria se complicó con la enemiga a la dictadura franquista, propensa, en su fase crepuscular, a recuperar actos de brutalidad política que el curso de la historia había convertido en extemporáneos.
De resultas no pocos españoles, ubicados preferentemente a babor, incurrieron en una confusión recurrente durante las discordias civiles: la de percibir como amigo al enemigo del enemigo. Por ahí se coló ETA: si ETA iba contra Franco, e ir contra Franco era bueno, a lo mejor ETA no era tan mala. Éramos muchos, y parió la abuela. Por parte de padre, y por parte de madre. La Transición nos devolvió a la cordura, o eso parecía. Al cabo todo se ha venido abajo, estúpidamente. Fíjense en la Ley de Memoria Democrática. Ni siquiera hay detrás un proyecto revolucionario de deconstrucción nacional. Sólo el deseo irreprimible de Sánchez de seguir en La Moncloa unos meses más. Pocas veces se ha dado desproporción semejante entre la inanidad de la causa, y el peligro y magnitud del efecto.
Déjenme que termine con un episodio de que fui testigo directo. En cierta ocasión, allá por los ochenta, un tipo por muchos conceptos excelente, aunque no inmune a los lugares comunes que fructificaban en los cenáculos de la izquierda madrileña, se vio en el trance de defender frente a un grupo de amigos un arreglo claramente lesivo para la cohesión territorial. «¿Y España?», preguntó no sé quién. «Que se joda España», contestó furioso. «Que me joda yo», me pareció oír. Y es que ese debelador teórico de las esencias patrias era, en efecto, radicalmente español. Español hasta los tuétanos. De lo más español que he conocido. El nacionalismo inverso esconde, en su envés, una dimensión nihilista. Con la venia de Hegel, trascenderse por el procedimiento de negarse constituye una operación delicada. En el tránsito algo se queda atrás, algo se rompe o se vacía: a saber, uno mismo.