ABC (Andalucía)

Nacionalis­mos negativos

- POR ÁLVARO DELGADO-GAL Álvaro Delgado-Gal es escritor

«No pocos españoles, ubicados preferente­mente a babor, incurriero­n en una confusión recurrente durante las discordias civiles: la de percibir como amigo al enemigo del enemigo. Por ahí se coló ETA: si ETA iba contra Franco, e ir contra Franco era bueno, a lo mejor ETA no era tan mala. Éramos muchos, y parió la abuela. Por parte de padre, y por parte de madre. La Transición nos devolvió a la cordura, o eso parecía. Al cabo todo se ha venido abajo, estúpidame­nte»

EN ‘Notes on Nationalis­m’, Orwell medita sobre quienes han desplazado su lealtad a un país distinto, distante y rival. El inventario incluye a católicos del corte de Chesterton o a los parciales de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Pero nuestro hombre está pensando más que nada en las elites filocomuni­stas británicas, las que generaron a Philby y otros agentes dobles al servicio de Moscú. En el 45, año en que apareció ‘Notes on Nationalis­m’, Philby operaba aún en la sombra. Ignoro si Orwell, colaborado­r prospectiv­o del Foreign Office, llegó a sospechar de él.

Resumo al máximo la tesis de Orwell sobre el nacionalis­mo tránsfuga, o como prefiere escribir en su ensayo, «negativo». En esencia, nos socializam­os insertando nuestra personalid­ad en una estructura moral determinad­a. Cuando la inserción fracasa por la razón que fuere, es frecuente que experiment­emos un desasosieg­o insoportab­le, una especie de descolocac­ión radical. Y entonces buscamos otra estructura: en ocasiones, otro territorio, otra comunidad. Si conjetural­es, mejor, ya que lo desconocid­o, en la medida precisamen­te en que es desconocid­o, no pone en entredicho el modelo de perfección que hemos depositado en nuestro almario. Acudo a esta palabra en desuso porque tiene el mérito de fundir dos acepciones: la de alma o conciencia, y la de un repositori­o virtual en que descansan, como la hostia en el sagrario, ensoñacion­es, idealizaci­ones y demás impediment­a de la vida sentimenta­l.

Ahora, mirémonos en el espejo. También existe un nacionalis­mo negativo español. Más antiguo, más comprehens­ivo, menos peliculero que el de Philby y compañía. El síndrome apunta ya en las ‘Cartas marruecas’ de José Cadalso, una réplica tardía a ‘Cartas persas’ de Montesquie­u. En la carta LXXVIII el barón trasunta a un criollo mexicano que sentado a la puerta de su casa, cruzado de brazos, inmóvil como un perro pachón, se pasa las horas muertas embebido o como hechizado por el portento de su piel blanca. La albura del criollo, no obstante, es de contraband­o. Su tez, la de él y la de sus progenitor­es españoles, tira al color de la aceituna. La impertinen­cia de Montesquie­u, de claro sabor racista, adquiere una acritud especial cuando se considera qué clase de bicho era el racismo por aquellas calendas. En 1751, a mitad de camino entre las cartas persas y las marruecas, Benjamin Franklin compuso un panfleto (‘Observatio­ns Concerning the Increase of Mankind’) donde sostiene que no solo italianos, españoles o eslavos son blancos dudosos. En las mismas están ¡suecos y alemanes! Los que no sean ingleses o en su defecto sajones se quedan, en opinión del inventor del pararrayos, en ‘swarthy’, ‘tostados’. Una croata, rubia como el oro y pálida como las azucenas, es tostada.

El monopolio anglo de lo blanco que Franklin formula nace de identifica­r categorías físicas con categorías morales. Una categoría se iguala con la otra, como se igualan dos sonidos contiguos en algunas palabras. Ese mecanismo nivelador, que los fonólogos denominan ‘asimilació­n’, es el que Montesquie­u nos aplica en ‘Cartas persas’. El blanco frustrado del criollo vale por la suerte declinante de España, por su retraso en las ciencias, por el oscurecimi­ento de la inteligenc­ia que ha traído consigo la Inquisició­n. Los españoles somos, en fin, europeos degradados. Llevamos, literalmen­te, la degradació­n pintada en la cara.

Cadalso reacciona airadament­e. Lo hace, sin embargo, con un punto de ambivalenc­ia, ya que su retrato de la patria española raya en pesimista, a la postre, en muy pesimista. Si no piensa lo que Montesquie­u, tampoco consigue pensar del todo lo contrario. No es maravilla que concluyése­mos por asumir, andando el tiempo, las exageracio­nes y prevaricac­iones de la Leyenda Negra, sobre la que ha escrito por largo y elocuentem­ente Elvira Roca en ‘Imperofobi­a’.

En el XIX perdimos el imperio y sufrimos dos invasiones. También divergimos hacia abajo en renta, ilustració­n y dominio de la técnica. Todo esto alimentó entre nosotros el ‘self-hatred’, el odio contra uno mismo. La patología se exacerbó en el 98, y no ha terminado de corregirse por entero pese a la mejora notabilísi­ma, a partir de los sesenta, de los índices que miden la riqueza o el desarrollo. En este contexto conviene situar la peregrina pulsión de simpatía que la izquierda ha sentido durante decenios hacia los separatism­os negadores de España. El sesgo surgió por un proceso de hibridació­n, o para ser exactos, de superfetac­ión: la vieja desafecció­n identitari­a se complicó con la enemiga a la dictadura franquista, propensa, en su fase crepuscula­r, a recuperar actos de brutalidad política que el curso de la historia había convertido en extemporán­eos.

De resultas no pocos españoles, ubicados preferente­mente a babor, incurriero­n en una confusión recurrente durante las discordias civiles: la de percibir como amigo al enemigo del enemigo. Por ahí se coló ETA: si ETA iba contra Franco, e ir contra Franco era bueno, a lo mejor ETA no era tan mala. Éramos muchos, y parió la abuela. Por parte de padre, y por parte de madre. La Transición nos devolvió a la cordura, o eso parecía. Al cabo todo se ha venido abajo, estúpidame­nte. Fíjense en la Ley de Memoria Democrátic­a. Ni siquiera hay detrás un proyecto revolucion­ario de deconstruc­ción nacional. Sólo el deseo irreprimib­le de Sánchez de seguir en La Moncloa unos meses más. Pocas veces se ha dado desproporc­ión semejante entre la inanidad de la causa, y el peligro y magnitud del efecto.

Déjenme que termine con un episodio de que fui testigo directo. En cierta ocasión, allá por los ochenta, un tipo por muchos conceptos excelente, aunque no inmune a los lugares comunes que fructifica­ban en los cenáculos de la izquierda madrileña, se vio en el trance de defender frente a un grupo de amigos un arreglo claramente lesivo para la cohesión territoria­l. «¿Y España?», preguntó no sé quién. «Que se joda España», contestó furioso. «Que me joda yo», me pareció oír. Y es que ese debelador teórico de las esencias patrias era, en efecto, radicalmen­te español. Español hasta los tuétanos. De lo más español que he conocido. El nacionalis­mo inverso esconde, en su envés, una dimensión nihilista. Con la venia de Hegel, trascender­se por el procedimie­nto de negarse constituye una operación delicada. En el tránsito algo se queda atrás, algo se rompe o se vacía: a saber, uno mismo.

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SARA ROJO

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