ABC (Andalucía)

El fuego remite, quedan rescoldos de impotencia

La comarca gallega del Barbanza ha revivido, con un incendio perimetrad­o tras devorar 2.200 hectáreas, la pesadilla del fuego de 2006, en un verano negro que tardará en olvidarse

- RIBEIRA / A POBRA

El peor incendio en la comunidad gallega de la última semana se encuentra en vías de estabiliza­rse tras amainar el viento

El hijo de David está feliz. Basta una bicicleta nueva para contentar a un niño. En su mundo infantil no hay espacio para los quebradero­s de cabeza de los adultos. Como el de su padre, que observa entre impotente y resignado los restos de su autocarava­na, una de las siete que ardieron en el camping Ría de Arosa 2, en Ribeira, el pasado viernes, durante el incendio que comenzó el jueves en una parroquia de Boiro y ha asolado la comarca coruñesa del Barbanza. Al cierre de esta edición habían ardido 2.200 hectáreas tras una jornada en la que amainó el viento, apareció la niebla y el operativo antiincend­ios logró dejar perimetrad­o el último gran fuego de este verano negro, que evoluciona­ba favorablem­ente hacia su estabiliza­ción, ya sin riesgo para viviendas, informó la

Consellerí­a do Medio Rural. En la retina, eso sí, las imágenes de tres días muy duros, que hicieron rememorar en el Barbanza los incendios de 2006. David, de Marín, está ahora pendiente de lo que diga «el seguro». Junto al amasijo de hierros al que han quedado reducidas las seis parcelas calcinadas en el camping, ubicado en el monte de la Curota, impacta su entereza. «Dentro de lo malo, de lo que pudo pasar, no fue nada», resuelve. A pesar de revelar que la suya era una caravana fija, ubicada todo el año en el camping, repleta de objetos. «No hay nada que hacer», zanja. Su observació­n de que pudo haber sido mucho peor cobra plena dimensión cuando se sube a lo alto de la Curota, desde donde se divisa, plácida, la ría de Arousa. Ahí se dimensiona que las llamas apenas lamieron los 107.000 metros cuadrados del camping, una extensión mínima, mientras se cebaban con el monte, que presenta un aspecto desolador.

Aunque el camping volvió a quedar operativo en la tarde del sábado, tras ser desalojado el viernes, es en la mañana del domingo cuando se produce un goteo incesante de coches. Vuelven sus ocupantes. Patricia y Fe, de Vigo, acababan de instalarse cuando por megafonía se les indicó que no había peligro. Diez minutos más tarde, los altavoces anunciaban que debían marcharse. Fue un «desalojo modélico», felicitado por la Policía, subraya Manolo Rodríguez, «el jefe», como le llaman los empleados del camping. Entre 700 y 800 personas se marcharon en menos de un cuarto de hora. Unas 300 fueron reubicadas en polideport­ivos municipale­s. Como Patricia y Fe, que el sábado, ante el trasiego de los bomberos, optaron por dormir en casa. «No pintabas nada aquí, el ambiente era muy triste. Había gente llorando porque se les habían quemado las caravanas. Venimos a disfrutar», remarcan.

Mientras el camping recobraba la normalidad, en las proximidad­es, Josefa, 76 años, toda la vida en este enclave de Ribeira, rumiaba su mala suerte. La tercera vez que se le queman las viñas. El suyo es un relato que enhebra desgracias: calcinada su huerta y un pinar, el establo de los caballos –que sobrevivie­ron– de su sobrino. Asmática, se protege con una mascarilla. El viernes, por primera vez, tuvieron que evacuar su vivienda. Visualment­e llama la atención lo cerca que llegaron las llamas de su casa y de las restantes de la zona. Oasis en medio del terreno arrasado, ahora negruzco. «Moito mal por aquí [mucho mal por aquí]», masculla Josefa en gallego. No olvida lo sucedido dos días antes, cuando comentó a su cuñado que estaban desalojand­o el camping. ¿Qué iban a hacer con su hermana, con Alzheimer? La respuesta se la dieron los agentes de Policía que irrumpiero­n diciendo que debían marcharse. De inmediato. «Comenzó a arder que metía miedo». Los llevaron al hospital, por la condición médica de su hermana y por haber inhalado humo. Hasta el sábado a mediodía, en que pudieron volver. Un regreso agridulce.

«Está todo seco»

Galicia no acaba de levantar cabeza. Una descarga inusual de rayos derivó en los peores incendios de la historia, los del Caurel y Valdeorras. La mano del hombre les ha dado continuida­d. Las llamas se propagan con una voracidad que sorprende a los vecinos, avivadas por el viento y la sequedad del terreno. Los servicios autonómico­s, reforzados por la Unidad Militar de Emergencia­s, llevan semanas trabajando a destajo. Ayer el del Barbanza era el único activo, estabiliza­dos los de Ponte Caldelas (Pontevedra), y Verín, con otros tres controlado­s.

Después de jornadas agotadoras, este domingo, sobre las 13.00, los bomberos hacían un alto para devorar un bocadillo. Los rostros de los efectivos antiincend­ios, menos tensionado­s, eran el reflejo de que lo peor había pasado. Pero los bomberos, los brigadista­s, los miembros de la UME, se desplazan al siguiente incendio, y se quedan los vecinos. Monte arriba, en una carretera que serpentea en medio de la desolación de las cenizas, propietari­os de montes vecinales aún asimilaban la «angustia» de estos días. «Están los ganaderos recogiendo a los animales», avisa el agente de la Policía Local que franquea el paso a la cúspide, al mirador. Allí, el alcalde de Puebla del Caramiñal –estamos ya en su territorio– observa el efecto de las llamas.

Ahora los caballos y las vacas parecen tranquilos, pero el fuego los asustó y desorientó. Sus dueños no pudieron dormir hasta que les dejaron acceder cuando amanecía el sábado. José Carlos Sieira, presidente de la comunidad de montes de Santa Cruz de Lesón, no oculta su enfado. Con los turistas que, asegura, dificultab­an el trabajo de las brigadas, con los ciclistas que ayer pedaleaban tranquilam­ente por la zona, ajenos a lo que han perdido ellos. Muy crítico con el operativo, con una Administra­ción que considera que perjudica a las comunidade­s vecinales. Hasta con el Seprona, por decirles que «el monte es libre». A unos kilómetros, Miguel Ángel dice entre calada y calada de su cigarrillo: «Está todo seco». La escena tiene un aroma a América profunda, pero es Vilas, una aldea de Puebla del Caramiñal. «¿Quién les da de comer?», pregunta, mirando a sus vacas. Aplacado el fuego, quedan los rescoldos de la angustia y la impotencia.

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// MIGUEL MUÑIZ Una bicicleta calcinada tras el incendio a su paso por el camping de Ribeira

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