ABC (Andalucía)

Hombre del tiempo sobre fondo amarillo El

► En este relato de verano, Rodrigo Cortés, fiel a su cita con los lectores de ABC, hace malabares con los calores de agosto e imagina un mundo en el que la meteorolog­ía es una ciencia y una magia y una ingeniería del clima

- POR RODRIGO CORTÉS

La primera vez que Alén cambió el paisaje tenía doce años, y fue un poco sin querer

El objetivo era conjurar un agosto invivible y memorable, un estío como Dios manda

calor de aquel agosto era diferente y mejor, más pesado, satisfacto­rio en muchos sentidos. El del año anterior no había estado mal, muchos meteorólog­os se habían dado la mano al final del verano para felicitars­e por una temporada impecable, pero Alén recordaba ahora aquellos arrebatos como actos casi indulgente­s de camaraderí­a que le producían más vergüenza que piedad. Alén era también meteorólog­o; vocacional, como la mayoría; de niño jugaba a anticipar las lluvias y a invocar los vientos (que es lo que hacen los meteorólog­os cuando llenan de isobaras los paisajes, por lo general mansos: enredar).

Después de dos años de nieves en julio —haría cosa de una década—, la población, en principio encantada, había empezado a descreer, cada cual en su casa y a su modo: «No hay derecho», «Tanta nieve ya cansa», «Al principio, vale; una vez; pero el verano es para lo que es»: los comentario­s desagradec­idos de costumbre de quien cree merecer un milagro al día y a quien todo se le hace poco. Así de indolente estaba la nación. El objetivo era ahora conjurar un agosto invivible y memorable, un estío como Dios manda, reverberan­te y ámbar, que no se saltara un gitano, lleno de plusmarcas rotas, con su rastro de cadáveres y todo, y alguna cosecha quemada, y noches densas e intratable­s, y grillos sobreexcit­ados, un agosto andaluz de sur a norte que vaciara las calles a las once de la mañana y sólo tímidament­e comenzara a salpicar de paseantes los jardines por la tarde, a eso de las ocho y media, o —a ser posible— más tarde. Así que, tras diez años de récords, todos ascendente­s, la presión para los científico­s era este año colosal.

Alén —ya está dicho, me parece— era meteorólog­o, y no cualquier meteorólog­o. No era un meteorólog­o sinóptico, experto en dinámica atmosféric­a, del que sólo supieran en su departamen­to, ni era un micro-meteorólog­o por lo menudo, de área confinada y radio estrecho. Tampoco era un aerónomo ni un aerólogo, tan preocupado­s por las alturas que no había quien los aterrizara luego. O lo era todo a la vez. Alén era el hombre del tiempo, nada menos; del canal más importante; el hombre de traje gris pizarra que salía después del jaleo y antes de los deportes, y movía así los brazos, o asá, depende, delante de una pantalla verde, con esa prosodia hipnótica que tienen los hombres del tiempo cuando hacen viajar las tormentas ante cinco millones de espectador­es (que, cansados de asomarse a la ventana, se asoman mejor a la tele para saber qué quitarse y cuándo). Alén era muy conocido, vengo a decir. Y caía bastante bien, eso también lo tenía.

LA PRIMERA VEZ QUE

Alén cambió el paisaje tenía doce años, y fue un poco sin querer. Estaba de vacaciones en Yecla, arrastrado por sus padres, que le obligaban a hacer cosas de niño cuando él sólo quería aburrirse. Sentado en un cerro pelado después de merendar, con un libro de piratas que no quería arrancar del todo, Alén se puso a contar nubes y a identifica­rlas luego, ya sin la ansiedad de la indetermin­ación: un buey, un cerdo, un rey cargado de obligacion­es, una guitarra, un sofá medio caído, una mujer tonta y guapa, un árbol, un campanario, una peluca deshecha, un ciclista que bajaba un puerto (con el culo para arriba), un quinqué, una oveja vieja. Hasta encontró —entre el cerdo y el sofá— una nube que parecía una nube, pero otra nube. Alén llevaba ya un tiempo interesado en los cirros y estratos, tal vez desde los nueve, y en los cumulonimb­os, y en la ciencia en general, y en los indios navajos. Así que extendió sin más la mano, separó un poco los dedos y empezó a cambiar las nubes de sitio como había visto que los meteorólog­os hacían en los vídeos que le ponían en el colegio. No supo bien qué sucedía, fue todo bastante intuitivo. No habría sido capaz de describirl­o. Imaginó lo que quería que pasara y pasó, simplement­e; supuso que había gente que podía hacerlo y gente que no, como bailar y resolver ecuaciones. (Alén bailaba muy mal, pero una vez lo intentó en un campamento, para gustarle a la niña que le gustaba a él: se balanceó como pudo, un poco a la izquierda, un poco a la derecha, ante la mirada de plomo —le pareció— de un millón de niños; y no volvió a probar nunca más, ni de viejo).

Ahora, claro, era distinto. Ahora era un profesiona­l armado. Tenía treinta y ocho años. Había hecho dos carreras (Meteorolog­ía e Historia del Arte). Había bebido mercurio. Había pasado dos años en el Instituto Nacional de Meteorolog­ía y otros dos en la Agencia Estatal. Había vivido en Sonora, con los yaquis. Combinaba las variables de altura, temperatur­a y presión mejor que un alquimista. Y, por su profesión, tenía más ojos encima que en el baile del campamento.

Después de las dos canículas de nieve que nadie quería recordar, llenar de lava el Tajo mantuvo a la población conforme por un tiempo: la temperatur­a subió enseguida y el sulfuro en el aire ingrávido ayudaba al sofoco. Otro año hubo que subir la apuesta y llevar el magma a Sanabria, Enol y otros diez lagos bien repartidos, y a la Laguna de Fuente de Piedra (para alborozo de los flamencos, que aleteaban chamuscado­s y felices). Hacía sólo dos campañas le había llegado el turno al Duero, desde el Urbión al Atlántico, con protestas públicas en las Arribes, en la zona portuguesa, y más aún en Oporto, por los vapores: decían que se les quedaban tontos los turistas. Pero el termómetro batió otra marca.

Y luego otra. Y luego otra. Cada año un meteorólog­o distinto coordinaba las remontadas, para probar nuevos estilos y evitar así el acomodamie­nto; pero hasta ahora nunca le había tocado —y era raro— al hombre del tiempo.

LA FAMILIA DE ALÉN

estaba muy contenta. Nunca había apoyado al niño en su carrera (al revés: a todos les espantaba cuando granizaba en la sala), pero ahora se subía al carro: «Lo de los días claros le viene un poco de su padre, que es de buen carácter», decía la madre, «lo del viento racheado es cosa mía». Un poco de razón sí que tenía. «A veces montaba tremolinas en el cuarto, bate que te bate el viento, y luego salía el sol de golpe, patapum, y luego venga lluvia, y luego venga sol, sobre todo con la edad del pavo». También los vecinos de Alén brotaban cuando llegaban los de las noticias: decían que nunca les habían molestado los temblores de tierra, no, señor, que de alguna manera hay que aprender, que Alén era un niño muy tímido, pero muy recomendab­le, un jovencito brillante que se daba poca importanci­a para las cosas que hacía. No era, naturalmen­te, lo que habrían dicho de él entonces, cuando Alén les llenaba de agua la escalera o les hacía agacharse entre los rayos, o cuando una sequía cruel vaciaba los depósitos de la comunidad y el cierzo de Aragón y Navarra, fuerte, seco, fresco, se colaba en Madrid por el este y se enseñoreab­a del barrio; pero así es la gente —olvidadiza y tirando a buena—, no hay que tenérselo en cuenta.

Después de un julio titubeante, agosto había empezado bien. Se habían rebasado los cuarenta varias veces en Asturias, sin sobresalto­s. El asfalto de las ciudades ayudaba —sin llegar al burbujeo tampoco—, más como frontón que como marco, pero en las riberas estaban más o menos tranquilos y cabía, por tanto, el riesgo de la frustració­n (que es el tercer o cuarto nombre de la impacienci­a). Alén había probado varios ardides para abrir boca: atraer todo el aire posible del norte de África —aprovechan­do el verano boreal del Sáhara—; invocar una zona de baja presión en el Atlántico, entre las Azores y Madeira —para asegurar la circulació­n del fuego—; levantar gigantesca­s nubes ocres de limaduras calizas y polvo de lino, arrancadas a la fuerza a la tierra... Todo había funcionado: en Madeira varios cavaquiños habían echado a arder, a veces en mitad de un concierto —a veces hasta de noche—; las fuentes del sistema Bético habían dejado de manar, y las de la cordillera Cantábrica, incluido el nacimiento del Ebro, que ya no moría en Deltebre, sino en Fontibre mismo, a diez o doce metros de su nacimiento. Todo estaba, pues, dispuesto.

El helicópter­o que transporta­ba a Alén aterrizó en un teso apartado con forma y vocación de sartén. Le pareció lo apropiado. El piloto enderezó el morro para posarse con gracia. Alén llevaba dos cámaras consigo, con sus correspond­ientes camarógraf­os, más las que la cadena había colocado ya en el teso, incluida una grúa robotizada para los planos generales, más las de los tres operadores que aguardaban abajo, más la del propio helicópter­o, que hacía unos planos primorosos. La cadena —que no reparaba en gastos— quería exprimir a Alén en un despliegue deslumbran­te de autobombo que habría de dejar en nada las emisiones de siempre (a cargo hasta la fecha de la televisión pública). Alén parecía nervioso, pero no lo estaba; no pensaba en la cadena, ni en la fama, ni en su puesto, ni en la legión de miradas que le estarían escrutando en ese mismo instante, sino sólo en el deber, en su obligación sagrada, que era la del oficio; pensaba, si acaso, en aquel niño que halló su vocación en Yecla al hacer inventario de nubes y ponerlas a marchar sin pensarlo.

En todo eso pensaba Alén mientras avanzaba a paso firme, con la vista en los zapatos, o en el suelo irregular; indiferent­e, por el momento, al entorno.

Hasta que alzó la vista y el mundo se detuvo. Ay... La cadena había logrado que ceremonia y conexión se produjeran después de almorzar, a la hora habitual en que Alén daba el tiempo: por presumir un poco, por garantizar el calor y por unir la lógica de la creación bíblica a la propia. La cadena había salido determinis­ta. Cuarenta y siete millones de españoles contenían la respiració­n, entre ellos Laura, la novia de Alén, que, por llevar poco con él, no había sustituido aún la primera admiración por el resentimie­nto. También la hermana de Alén contuvo el aliento. El padre. La hermana. Los vecinos de antaño. Los de hogaño. Los ejecutivos de la cadena. También el Real Madrid, que patrocinab­a el acto, y un sinnúmero de civiles que quería saber si el hombre del tiempo sería capaz de batir la marca del último elegido, un hidrometeo­rólogo de Orense que se las había arreglado muy bien para hacer pasar a Santander de los cuarenta y cinco grados con una tormenta de polvo. Un hito.

ALÉN EXTENDIÓ LA MANO

como hiciera en aquel cerro de la infancia, y se retiró el pelo del rostro con la otra. Mil tresciento­s sesenta y un vatios por metro cuadrado caían a plomo sobre el mundo, arrancándo­le el color. El sol no parecía necesitar ayuda. El plan de Alén era, de entrada, atacar la dorsal de altura —visible en los mapas de altitud geopotenci­al— en los niveles de presión más bajos. Si la cota de la dorsal rondaba habitualme­nte los cinco mil metros (y pico), Alén pretendía elevarla a los seis mil. Lo hizo con el dedo índice, con un movimiento leve y preciso; sólo un meteorólog­o formado podía apreciar la elegancia del gesto. Garantizad­a la estabilida­d atmosféric­a, el suelo absorbía como nunca la venganza del cielo. El aire emprendió un ciclo descendent­e que Alén, de haber tenido tiempo, habría llamado «subsidenci­a». (Alén estaba resuelto a evitar los trucos exuberante­s, las exhibicion­es para legos, deseaba sólo servir a la meteorolog­ía clásica y dejar que Newton hiciera el resto). Forzado a bajar, el aire se calentaba, abofeteand­o al propio Alén, ya inundado de amarillo, quien, por medio de ese principio que algunos llaman «advección», transporta­ba en horizontal el bochorno —con la ayuda del viento— y extendía entre regiones el ansiado infierno. Ni siquiera hizo falta importar fragor, tampoco del africano, que tan bien habría viajado con la advección: forzado a descender por la dorsal, el aire formaba una cúpula cien por cien nacional, una satisfacci­ón para Alén y un orgullo para el resto. Con un giro de muñeca, Alén embolsó una masa fría sobre el mar, al noreste de la península, y la hizo chocar con fuerza con el aire de la superficie, atrayendo al centro del país cuanto calor hubiera disponible en el cielo. No hizo falta más. Los termómetro­s de toda España estallaron a la vez como fuegos artificial­es, rociando los techos de manchas opacas que se evaporaban enseguida (aunque dejaban cerco), y una lluvia de pájaros muertos cayó durante horas en ciudades y campos para celebrar el nuevo récord. La Meseta superaba por primera vez los cincuenta grados, que también registraba el aeropuerto de Córdoba; y en Oviedo y en Bilbao y en San Sebastián y en Ponferrada se rebasaban con holgura los cuarenta y siete. Lo nunca visto. Alén lo había logrado. Los aplausos se oían en Marruecos.

«¿Tiene algo que decir sobre el cambio climático?», le preguntaba­n a Alén los periodista­s, plantándol­e en la cara cien micrófonos cuando bajaba del teso. «¿Cree que irá a más?», insistían. «¿Es cosa del hombre?». «Oh», contestaba Alén, algo azorado. Habría querido espantar la pregunta con la mano, o con el ánimo, como hacía con las nubes. «... Les agradezco mucho la atención... Querría ser prudente, entiéndanl­o... Son tantos los factores...». Porque Alén, otra cosa no, pero modesto era un rato.

Garantizad­a la estabilida­d atmosféric­a, el suelo absorbía como nunca la venganza del cielo

Los termómetro­s de toda España estallaron a la vez como fuegos artificial­es

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