Por qué te gustan las ostras
Quizá el verdadero ejercicio ante la ostra no es calcular a ojo el calibre y dejar que el mar inunde tu boca. Sino, más bien, valorar si la idolatramos
POR mucho champagne que acompañe, no imagino peor trago en la mesa que comerte una ostra si no te gustan. Una amiga las detesta. «Saben a mar», concluye. Sin complejos. Qué descoloque. Es el mismo argumento que asciende a la ostra al podio del bocado divino. «Comerlas es como morrearse con el océano», sostiene Joël Dupuch, afamado ostrero francés. Apuntala así el mito afrodisíaco del molusco.
El soberbio beso con lengua a Poseidón –también se puede elegir sirena, pero ya que nos ponemos yo tiro alto– puede salir algo caro. Se explica porque hay menos ostras que langostinos. Ellas necesitan al menos tres años de mar, de mojarse, de empaparse, de engrosar su concha sin perla. Pero la ostra no es un producto objetivo aunque los defensores de su democratización aseguren que se pueden encontrar al mismo precio que las croquetas. Imagino que depende de donde pidas la croqueta.
La ostra es subjetiva, cuasi irracional. No podemos definirla con medida estándar alguna. Pensemos, por ejemplo, en un tomate. Este parece más libre de ser juzgado sin ataduras externas. Lo que no quita que algunos también lo consideremos sublime y su precio, en ocasiones, desorbitado. En según qué círculos, reconocer que no te pone la ostra es sólo para valientes. Porque te caes del club, de la lista de sibaritas y adiós muy buenas, pasas a formar parte del vulgo croquetero. Ya estás al otro lado. Etiquetado. Tendrás que explicarte siempre en toda conversación sobre delicias en la mesa. Pongamos que las ostras crecieran como champiñones, y por tanto, tuvieran su mismo precio, entonces... ¿conservarían este mismo status o seguirían considerándose un delicado manjar? Acudimos a su bibliografía, pero no se puede saber. Lo que sí encontramos son numerosos manuales de instrucciones para comer una ostra. Se recomienda hacerlo despacio, sin prisa por tragártela y empezando de las pequeñas a las grandes. Son como guías para entender de arte. Por eso, supongo, la mayoría omite lo de cerrar los ojos. Casi lo prefiero. A captar la belleza y apreciarla también se aprende. Por eso, antes de tomar una decisión, racional o no, rapidísima o sosegada, hay que juzgar. El nivel de placer. El nivel de satisfacción. Elección consciente, también ante el sabor.
Ahora bien, quizá el verdadero ejercicio ante la ostra fresca, viviente y cruda igual no es calcular a ojo el calibre y dejar que el mar inunde tu boca. Sino, más bien, valorar si la idolatramos por eso o por su revestimiento espiritual. Es decir, preguntarnos si mandan más nuestras papilas gustativas o su marketing acumulado desde la Antigua Roma. Es lo que pasa ante la gestión de los impuestos o la energía. La clave es saber si uno elige postura por sí mismo o ha cerrado los ojos ante el beso de tornillo del partido al que vota. Eso sí que es un mal trago y tampoco debe salir barato.