Fin de época
El mundo en el que vivirá mi nieta Alejandra se parecerá muy poco al que yo he conocido
TENGO algunos amigos que sostienen la teoría de que vivimos el fin de una época. Durante años les he escuchado con atención sin saber bien a qué se referían. Sus consideraciones sobre un tiempo que agoniza mientras emerge otro distinto me hacían recordar películas como ‘Habana’, en la que Sidney Pollack retrata a la perfección la atmósfera turbulenta que se apoderó de la capital cubana durante los días previos a la revolución castrista. A veces, impresionado por el fragor de su conversación, me sorprendía a mí mismo mirando de soslayo a derecha e izquierda para ver si había guerrilleros apostados en las esquinas. Pero nunca vi nada extraño. Llegué a la conclusión de que aquellas lucubraciones crepusculares no eran más que añoranzas nostálgicas de gente mayor.
Por entonces aún era capaz de seguir el ritmo de vida que imponía la innovación tecnológica. Me había desecho sin quebranto alguno de mi máquina de escribir, no utilizaba el teléfono fijo, suplía mi falta de memoria con la ayuda de Google, leía la prensa en dispositivos electrónicos, manejaba con soltura las aplicaciones al uso, hacía la compra por Internet, llegué a admitir que era un anacronismo absurdo seguir apilando CD y aprendí a navegar hacia atrás en las plataformas digitales. Confieso, con sincero arrepentimiento, que miraba por encima del hombro a los defensores de la sociedad analógica que habíamos dejado felizmente atrás. Luego, poco a poco, fui quedándome rezagado en esa carrera vertiginosa de aggiornamento a la modernidad y sentí que el paso del tiempo me había hecho cruzar la frontera de lo que antes, sin paños calientes, llamábamos vejez. Ahora es un término desacreditado. Ser viejo ya no es la cualidad que te convierte en un anciano de la tribu.
La primera vez que me ha venido espontáneamente a la cabeza la idea de que vivimos el fin de una época ha sido este verano, mientras jugaba al corro de la patata con mi nieta Alejandra en la orilla del mar. Al darme cuenta de la ocurrencia pensé que estaba siendo víctima de la misma ensoñación que durante tantos años había estado acechando a mis amigos, pero luego me di cuenta de que al agua que nos bañaba a mi nieta y a mí estaba a treinta grados de temperatura, que ya no hay hielo en las gasolineras, que el globo terráqueo gira cada vez más deprisa, que la política se ha convertido en una partida de necios sin corbata, que el espíritu de revancha sobrepuja al de reconciliación y que el respeto a la verdad no es más que una extravagancia en desuso.
Ahora pienso que tenían razón mis amigos. Vivimos el fin de una época. Ellos veían a los guerrilleros que eran invisibles para mí. No sé si esta percepción es cierta del todo o si forma parte del engaño con que el geniecillo maligno de mi cabeza trata de protegerme de los rigores de la edad, pero me apuesto pincho de tortilla y caña a que el mundo en el que vivirá mi nieta Alejandra se parecerá muy poco al que yo he conocido.