EL PRECIO DE LA GUERRA
Los sacrificios que nos impone la guerra de Rusia son el precio que debemos pagar para intentar pararla, no solo en ayuda de los ucranianos, sino en nuestro propio interés como europeos
CUANDO están a punto de cumplirse los primeros seis meses de la guerra desencadenada por la dictadura rusa al invadir injustificadamente el territorio ucraniano, los ciudadanos europeos tenemos el legítimo derecho a preguntarnos si el sacrificio que se nos exige a través de las sanciones económicas a Rusia es el camino adecuado para defender nuestros intereses. La respuesta no es fácil de definir porque hasta ahora somos más conscientes de los efectos contraproducentes que tenemos que soportar que de las consecuencias que estos pueden tener para la economía rusa y el destino de la guerra. La simple explicación de esta aparente contradicción se encuentra en la propia esencia del régimen ruso, que es una dictadura implacable que oculta sistemáticamente la realidad a sus ciudadanos y que no tolera la más mínima crítica.
Es cierto que Rusia es un país inmenso que cuenta con recursos naturales prácticamente ilimitados. A lo largo de la historia han resistido a todos los intentos de ser sometidos por la fuerza. Sin embargo, en apenas medio año de aplicación de las sanciones económicas, la economía rusa está sintiendo ya y de forma sustancial los efectos de ese bloqueo financiero. Los ingresos procedentes de la venta de hidrocarburos, la principal fuente de ingresos del país, han disminuido; las transferencias de tecnología se han congelado, y lo que queda de la industria se encuentra detenida o trabaja en condiciones precarias.
¿Servirá esto para detener la guerra? Es muy difícil decirlo con rotundidad, porque también es cierto que Rusia es un país con un formidable poderío militar, empezando por su arsenal de armas atómicas. Y en estos momentos lo que cuenta de verdad es lo que sucede en el frente de batalla, no tanto en la retaguardia. El Kremlin sigue manteniendo con firmeza las riendas del poder y en Rusia cualquier ciudadano que quisiera liberarse de esa atmósfera asfixiante de nacionalismo y que pretenda influir para parar la guerra corre el riesgo de sufrir un castigo implacable. La idea de que las sanciones puedan provocar una insurrección por descontento de la población parece ahora mismo no imposible pero aún lejana.
¿Cuál es la razón entonces por la que debemos asumir este sacrificio en nuestras propias vidas? La primera y más importante es que la invasión de Ucrania no amenaza solamente a este país, sino a todos los europeos. Si Putin sale ganando de esta operación siniestra, si se tolera la invasión de otro país por parte de un régimen dictatorial que cuenta con armas nucleares, nadie más podría sentirse seguro en Europa. Aquellos que dicen que la solución sería que Ucrania acepte entregarle a Putin lo que pide a cambio de la paz no son conscientes de que el resultado no sería la paz, sino la sumisión perpetua y la garantía de que en un futuro inmediato habría nuevas agresiones.
La cuestión es entonces muy simple. Los sacrificios que nos impone la situación son el precio que debemos pagar para intentar parar esta guerra, no solo en ayuda de los ucranianos, sino en nuestro propio interés como europeos y para no tener que asumir un coste aún más alto, que sería la necesidad de defendernos con medios armados. Siempre se ha dicho que la Unión Europea es un gigante comercial, pero un enano militar. Esta guerra tiene que confirmar que si la segunda aserción es desgraciadamente cierta, la potencia económica está siendo bien utilizada para derrotar a la dictadura rusa.