ABC (Andalucía)

Dos cabezas Guadalajar­a jibarizada­s y una historia del arte microscópi­ca

► El Profesor Max recorrió el mundo hipnotizan­do a gente y comprando miniaturas: ahora su sobrino regenta su loco museo en Brihuega

- BRUNO PARDO PORTO

Un museo también es un cuento. Este, por ejemplo, empieza en 1940, con un hombre de 27 años saliendo de su casa en Brihuega para recorrer el mundo. Se va con su baúl, sus conocimien­tos de medicina y su talento para el ilusionism­o y la hipnosis. Recorre Europa con su espectácul­o. Luego África y América (se cree que incluso Australia). Se llama Juan Elegido Millán, pero alcanza la fama como Profesor Max, un nombre pronunciab­le en cualquier idioma. Hace dinero, mucho, pero sobre todo hace vida, aventura. Cada año vuelve religiosam­ente a su pueblo de Guadalajar­a para celebrar a la Virgen de la Peña. Y vuelve cargado de historias, con su baúl repleto de objetos maravillos­os y remotos. Pequeñitos.

Nos lo cuenta, esto, su sobrino, Javier Sánchez Elegido, que aún recuerda sus anécdotas con la mirada encendida: «Desde que llegaba hasta que se iba no paraba de hablar, no paraba». El hombre, nuestro hombre, volvió a España de forma definitiva en los setenta, y en 1972 inauguró en Mijas el primer museo de miniaturas del planeta. Fue un acontecimi­ento sonadísimo. Por allí pasaron Julio Iglesias, Raphael, Kiko Ledgard, Tico Medina. Nadie quería perderse aquel santuario de rarezas que había que ver con lupa. Como un Cristo de Dalí pintado en una chincheta. O las siete maravillas de la Antigüedad dibujadas en un palillo de dientes.

—¿Por qué le dio a su tío por las miniaturas?

—Según él, porque eran más baratas y le entraban en la maleta. Al final vino con doce baúles y treinta y cinco mil piezas.

Max murió en diciembre de 1975, en un accidente de coche en Baza, pero para entonces la miniatura ya se había convertido en una obsesión familiar. Su hermana montó un segundo museo en Guadalest, y en 2011 su sobrino abrió el tercero en su tierra natal. Este es el más grande y ambicioso. Ocupa lo que antes era un convento y mantiene ese halo de misterio, solo que más consciente. La moqueta de terciopelo rojo, las vitrinas redondas, las luces focales dejando sombras por el pasillo…

Todo retrotrae al universo de la magia, del ocultismo, de lo circense, a una época en la que lo desconocid­o era lo lejano, en la que aún podía existir lo maravillos­o al otro lado del mapa. Así que al cruzar este umbral se cruza un tiempo, y esto lo confirman dos cabezas reducidas por los jíbaros venidas del Amazonas, dos rostros en miniatura, del tamaño de un puño, que se exponen ante el pasmo del visitante. Ahí están, los labios cosidos, los ojos cerrados, la piel rugosa. Ahí están dos personas convertida­s en curiosidad­es. La primera de muchas sorpresas.

El recorrido es caprichoso. Empieza con varias casas de muñecas que se van empequeñec­iendo hasta entrar en una nuez tallada sin escatimar detalles. La regla, aquí, es el más difícil todavía, un acercamien­to a lo imposible. ¿Y qué es lo imposible? Pues una lenteja convertida en lienzo, con el globo terráqueo y veintiuna banderas pintadas en ella. No es broma: lo dice una lente de aumento. Con otra más precisa aún vemos la ‘Última cena’ de Da Vinci en un grano de arroz. Son dos obras de Andrade Guerra, un artista que entregó su talento a estos retos. «Era un bohemio, se ganaba la vida vendiendo estas cosas. Cuando vino a España me contó su técnica. Por lo

visto era miope, y para trabajar utilizaba un pelo de la mano, que según él era el más fino que había. Lo ponía sobre un palillo, aguantaba la respiració­n y, entre latido y latido, pintaba. Viajaba con una maletita pequeña llena de piezas… Ahora se venden a precio de oro», relata Sánchez Elegido.

Andrade admiraba al Profesor Max, tanto que le escribió una dedicatori­a en el canto de una tarjeta de visita. Sí, en el canto. Era esta: «Max señor del asombro, único en el mundo que hipnotiza por teléfono». Otro individuo, por cierto, metió trece padrenuest­ros apretados en un sello utilizando un bolígrafo. La colección es muy así, muy de programa de talentos. Hay dos pulgas disecadas y vestidas de novios, hechas en México. Hay esculturas hechas en chicle, en algas marinas, en jabón de lavar. Y en tiza. Estas últimas son del chileno Sergio Tapia, que con una aguja fue capaz de imitar el cincel de Miguel Ángel: el rostro del ‘David’ es apenas como una uña, y los esclavos ocupan lo que una falange… Hay, también, un ajedrez minúsculo de marfil del siglo XVIII, y un dominó que un preso del penal de Santoña hizo a partir de una sola ficha: la dividió en veinticinc­o y, además, le sobró material para hacer la caja del juego. Hasta Miguel de Unamuno está presente: él hizo una pajarita de papel que podría usar una hormiga, y que el poeta Federico Muelas regaló al Profesor Max.

Hay muchas donaciones. Especialme­nte de zapatitos. Una gran cúpula transparen­te protege cientos de pares realizados en todos los materiales imaginable­s, para muñecos y muñecas o para nada, es decir, por simple divertimen­to. En la cartela se afirma que es un guiño a la región del Levante, por su tradición fabril. Y además de homenajes hay récords. Un torero y un toro sobre una cerilla se llevaron un Guinness. Y un retrato de Andrés Bello hecho en la cabeza de un alfiler cosechó varios galardones del sector. Todavía nadie ha conseguido adivinar cómo logró tal nivel de detalle trabajando a semejante escala. El autor del hito es Muñoz Willy.

—¿Y viene mucha gente al museo?

—Menos de la que yo quisiera.

La exposición es un no acabar de detalles. Cualquier cosa es susceptibl­e de ser encogida. Los barcos: el Mayflower, la Victoria, el Bounty. O los perros (hay miles). O los libros. O los gigantes. Todo eso está en sala. Y en el fondo todo eso es un homenaje a la paciencia, al tesón, que es lo verdaderam­ente admirable: pensar en los quebradero­s de cabeza de los artesanos, entregando tantas horas a lo diminuto, a lo inútil, a lo casi invisible, a lo que puede llevarse el viento, un ligero soplido... Hay algo enorme en ese esfuerzo.

Andrade Guerra logró pintar la ‘Última cena’, de Leonardo da Vinci, en un grano de arroz

El Profesor Max abrió en 1972 el primer museo de miniaturas del mundo

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// FOTOS: GUILLERMO NAVARRO Un toro y un torero en una cerilla
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Uno de los carteles del espectácul­o del Profesor Max
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El museo expone cientos de piezas en miniatura
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Un dominó en miniatura hecho por un preso
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Dos cabezas jibarizada­s traídas del Amazonas
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Un grano de arroz en el que el miniaturis­ta Andrade Guerra pintó la ‘Última Cena’ de Leonardo da Vinci
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