Morante de la Puebla, el hijo del pasado
► Qué pensaría el sevillano después de ver que, mientras su valiosa obra al primero se quedaba sin premio, daban dos vulgares orejas a El Juli y Tomás Rufo
Qué rondaría por la mente de Morante cuando asomó el pañuelo blanco tras doblar los dos toros posteriores a su faena. De premio pero sin premio. Porque el presidente, que olvidó las gafas de ver en casa, dijo que nones. No contemplarían nuestras retinas una obra así antes (ni después) de la merienda. Desde que enseñoreó su añejo capote, la plaza soñó por verónicas. Pero fueron las chicuelinas al paso las que trasladaron a otro siglo. En cada andar hacia Chicuelo, Morante nos recordaba que todos somos hijos del pasado, nietos de las banderas de nuestros abuelos, que no eran políticas, sino banderas del credo de valores que naufragan hoy en el mar de las redes sin rostro, de barcos sin capitán y presidencias sin autoridad competente.
Con el usted a los mayores creció José Antonio. Del niño aquerenciado a las faldas de su madre al torero tocado por la varita de los elegidos. Aquel 2 de octubre del 79 esas bolitas de colores de las que habla Paula, y que Dios tira muy de vez en cuando, cayeron en La Puebla del Río. Los brazos de Josefa y Rafael acunaban, sin saberlo aún, al elegido. Ya no habría más primer mandamiento que amar el arte más que a sí mismo. Y bajo ese sagrado canon transcurrió su faena al complicado primero, al que fue capaz de corregir defectos sin más pincel que su muleta. Qué magisterio el suyo.
La categoría del valor
Ya había avisado Juguetón de salida que por el izquierdo tenía su guasa. Y al segundo zurdazo se lo recordó con un boquete en la taleguilla. Dos rondas diestras le bastaron para colocar en vereda al de Daniel Ruiz. Se lo pensaba el tardo animal, aunque luego metía la cara en la muleta morantista. Entre las rayas, se plantó de verdad, encajado y con naturalidad. Ganada la pelea, se echó de nuevo la embestida a la izquierda, volando la tela con un temple inmaculado. Al ralentí, que es donde se demuestra la categoría del valor. Sonreía Morante, más fresco que una lechuga pese a llevar ya más de media temporada a cuestas. El abaniqueo despidió a Juguetón antes de cuadrarlo para matar. De una estocada lo hizo. A los medios se marchó el cigarrero para recoger el cariño del público al que había brindado. La oreja estaba cantada. O no. Porque Morante es un hijo del pasado en tiempos donde el ayer se olvida rápido. Y al presidente se le olvidó que las faenas completas, con su prólogo, su nudo y su desenlace, deben recompensarse. Como necesita refrescar el reglamento orejero: con su pan se lo coma.
Y mientras las neveras destapaban langostinos y mejillones, aquel al que llamaban genio se fumaba un puro sentado en el estribo. Lo que le esperaba no era ninguna merendola apetecible: el desclasado Finito se defendía con brusquedad. Mandón, Morante hizo que se tragara los pases, con una serie al natural sobresaliente. Los ayudados finales traían vientos de arrebato, de tiempos gallistas. Derramaba su torería Morante cuando desde el palco derramaban cerveza al tendido alto. Las teclas del ordenador, que recibía ya la extremaunción, hubieran reventado cualquier alcoholímetro. Benditas peñas de San Fermín, por lo menos, se las ve venir... Una ovación de gala tributaron al matador, al que estaba claro que el presidente tampoco concedería ahora la oreja. Con su pan y su vino se la coma.
Después de aquella primera creación del cigarrero, sus compañeros parecían por momentos obreros de la Fiesta. Buen andamiaje tuvo la labor al segundo de El Juli, que dejó dos medias sensacionales después de una antitorera chicuelina. Nada que ver aquella escena despatarrada con el monumento a Manuel Jiménez del ayer morantista. Pero la técnica julista, con el colofón de un populachero circular, le puso en bandeja una oreja tras el pinchazo. Otra logró en el tercero Tomás Rufo, que revolucionó con el capote y al que se vio algo adocenado en la muleta. El inverso –cómo no– y el cañón de su espada le entregaron un galardón.
Sin fondo ni clase
Suavidad aplicó Julián en su notable faena al quinto, con clase pero escaso motor. Con ambición de figura, a lo que no le gana nadie, se inventó cada serie. Todo lo ganado lo perdió con el acero. Otra vez entusiasmó Rufo con la tela fucsia en el sexto, al que también le faltaron fondo y clase, tónica del conjunto ganadero de Daniel Ruiz, que rompió su racha. Todo lo dio, con mayúscula disposición, pero el palco se puso ahora exquisito y le negó el trofeo.
Más clamó al cielo lo ocurrido nada más descorcharse la tarde. Todos somos hijos del pasado, pero no todos entienden el valor de un legado. Qué responsabilidad la de Morante, heredero de la torería, un ayer tan escaso y necesario.