ABC (Andalucía)

Saber despedirse

Marcharse bien es una habilidad imprescind­ible en la vejez pero es un recurso también útil en la primera juventud

- DIEGO S. GARROCHO

TENÍA razón Kipling: nuestros padres nos mintieron. O como poco fueron torpes, porque durante años nos enseñaron a llegar puntuales a los sitios cuando el signo de verdadera distinción no tiene tanto que ver con saber comparecer sino con saber marcharse. Llegar a tiempo es sencillo: basta con adecuar nuestra conducta al dictado del reloj. Elegir el momento oportuno en el que largarse, sin embargo, es casi una expresión de la gracia. No existe patrón ni decálogo que pueda pautarlo. Aunque es curioso, porque esta marca de inspirada sabiduría que sólo aporta la experienci­a, a los más veteranos, a veces, se les disipa de golpe. Como la juventud a los gatos, que les abandona siempre de forma abrupta. Y lo que es peor, cuando más la necesitan.

Marcharse bien es una habilidad imprescind­ible en la vejez pero es un recurso también útil en la primera juventud. Hay quienes, por ejemplo, son incapaces de abandonar una fiesta y obligan a sus anfitrione­s a ejercer una generosida­d olímpica.

Hasta que no vuelven a invitarlos, claro. Por eso en cualquier celebració­n hay que intentar no llegar el primero pero, sobre todo, hay que evitar marcharse el último. En el caso de las cenas de trabajo yo diría que lo mejor es ni aparecer y que te echen de menos, como al Dios del Antiguo Testamento.

Pero hay otros contextos más solemnes en los que retirarse adecuadame­nte es algo más que una fórmula de cortesía. Palparse las heridas, sondear el agotamient­o del material propio y, sobre todo, la paciencia de quienes nos observan es un protocolo imprescind­ible para poner punto final como es debido. El fútbol, que Valdano dice que es la vida exagerada –si no lo dijo, podría haberlo dicho– nos enseña que nadie se retira jamás demasiado pronto.

Los ignorantes, sobre todo, lo que no saben es concluir. Por eso duele tanto contemplar cómo hay personas que insisten en prolongar su mérito más allá de lo debido. Les ocurre a los artistas, a los intelectua­les y lo he visto no pocas veces en la academia. Así también en la plaza, donde tan importante como parar al toro es saber detener la lidia en el momento oportuno. Una tanda de más es casi peor que una espantá. Y, sin embargo, a todos nos tienta la posibilida­d de dilatar un minuto más la gloria o de apurar otra vuelta más en la noria de las vanidades.

Digan lo que digan los amantes del individual­ismo, en la vida las cuentas no salen si uno intenta sortear las pruebas en solitario. Por eso es imprescind­ible contar con buenos y leales compañeros que nos presten su cordura cuando el ego y el pundonor nos nublen como al boxeador sonado que insiste en prolongar el combate. Derrida dijo que la pregunta filosófica fundamenta­l era quién es el amigo. Yo sospecho que un amigo de verdad es ese que te tira de la manga y te dice que pares.

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