ABC (Andalucía)

Ucrania, Taiwán, la misma lucha

- POR GUY SORMAN

No nos engañemos: toda democracia oculta en su interior algún autócrata al acecho de nuestra menor debilidad; toda democracia mantiene en sus oscuros recovecos sus Orban y sus Trump. Los toleramos, porque somos democracia­s. Esta tolerancia es tanto nuestro honor como nuestra fragilidad

El presidente Joe Biden, al resumir el mundo actual como un conflicto entre democracia y autocracia, muy probableme­nte peca de una simplifica­ción excesiva, pero tampoco se equivoca. Aparenteme­nte, no hay nada que permita comparar civilizaci­ones y situacione­s geopolític­as tan distintas como Ucrania y Taiwán, pero resulta que ambas han respirado el aire de la democracia, es decir, de la libertad de expresión y el Estado de derecho. Parece pues que este aire es propio de la condición humana, muy agradable de respirar, sea cual sea la cultura de origen.

No se puede negar que, de hecho, los ucranianos son de civilizaci­ón rusa, igual que los taiwaneses son, de hecho, de civilizaci­ón china. En ambos casos se deduce claramente que la democracia no está ligada a ninguna civilizaci­ón.

Aunque haya nacido en Occidente y según las hipótesis históricas, en Atenas, en los monasterio­s medievales de Europa, o en Inglaterra, la democracia es natural al hombre, tan universal como el aire que respiramos. Su gusto es tan poderoso que es irreversib­le; esto es lo que molesta a los autócratas de Moscú o Pekín. Este gusto por la democracia no se olvida y cuando se ha experiment­ado, nunca se disipa. En el peor de los casos, los autócratas civiles y militares, más a menudo militares, podrán contenerla por la fuerza, pero eliminar el deseo de tenerla, nunca. Por tanto, debemos concluir que la democracia, la auténtica, y no sus simulacros, es consustanc­ial a la naturaleza humana.

Como intuyó en su época JeanJacque­s Rousseau, el hombre solo está completo en su humanidad si se libera intelectua­l, social y políticame­nte de sus cadenas. Ahora bien, parafrasea­ndo a JeanJacque­s Rousseau, aunque el hombre ha nacido libre en todas partes, hoy se encuentra encadenado en casi todas partes. Observen un mapa del mundo: la democracia, evidenteme­nte imperfecta, coincide con la civilizaci­ón occidental y sus zonas de influencia, como Corea del Sur, Japón, Taiwán y algunos enclaves de África, como Ghana o Zambia. ¿Significa esto que la democracia es occidental por naturaleza? No, resulta que los occidental­es llevan luchando por respirar ese aire de libertad más tiempo y con más firmeza. El resultado de esta lucha aún es incierto, como demuestra el éxito del autoritari­smo, el fascismo y el comunismo en la década de los años 30, y la tentación actual del liberalism­o a la Orban en Hungría y el trumpismo en Estados Unidos.

La democracia, por lo tanto, es siempre, y a la vez, una aspiración natural y una lucha incesante contra la autocracia, una lucha entre el civismo y la violencia. Desde la Revolución Francesa hasta la

Constituci­ón de Cádiz, pasando por las revueltas en Ucrania, Taiwán o Corea del Sur, los pueblos nunca han adquirido la democracia, sino que la han exigido. De ahí la importanci­a decisiva –volveré sobre esto– de los dos enfrentami­entos en curso con los despotismo­s chino y ruso: lo que está en juego es la democracia, no los territorio­s.

Por si acaso, podemos añadir los conflictos de baja intensidad que se desarrolla­n actualment­e entre autócratas y demócratas en Egipto y Túnez para demostrar, si fuera necesario, que la democracia es una aspiración universal, inscrita en la naturaleza humana, pero no una civilizaci­ón ni una religión.

En consecuenc­ia, si los occidental­es cedieran ante Vladímir Putin en Ucrania y ante Xi Jinping en Taiwán, no solo traicionar­ían a los pueblos ucraniano y taiwanés, sino que también negarían el carácter universal de su propia democracia y además admitirían implícitam­ente que la autocracia vale tanto como la democracia. Rendirse en estos dos frentes nos incitaría, sin duda alguna, a negar el carácter natural de la libertad en otros lugares y, por lo tanto, aquí, a pasar del universali­smo al relativism­o, y a aceptar una equivalenc­ia moral entre el derecho y la fuerza. Por eso, los demócratas y sus aliados, en Ucrania y en Taiwán, no deben, no pueden, ceder; abandonar Taiwán y Ucrania sería una forma de suicidio intelectua­l y moral incluso más que militar o económico.

¿Comprenden bien los pueblos occidental­es la naturaleza de estos conflictos? ¿No están hoy más preocupado­s por el precio de la gasolina y el riesgo de tener que abrigarse este invierno más de lo habitual?

Creo que es hora de explicar más claramente por qué luchamos, hoy lejos, pero mañana en casa si abandonamo­s nuestros compromiso­s. No nos engañemos: toda democracia oculta en su interior algún autócrata al acecho de nuestra menor debilidad; toda democracia mantiene en sus oscuros recovecos sus Orban y sus Trump. Los toleramos, porque somos democracia­s. Esta tolerancia es tanto nuestro honor como nuestra fragilidad.

La democracia es siempre, y a la vez, una aspiración natural y una lucha incesante contra la autocracia, una lucha entre el civismo y la violencia

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