ABC (Andalucía)

El futuro como responsabi­lidad

- POR FRANCISCO PÉREZ DE LOS COBOS Francisco Pérez de los Cobos es catedrátic­o de la Universida­d Complutens­e y fue presidente del Tribunal Constituci­onal

«Vivimos un mundo miope y cortoplaci­sta, en el que la satisfacci­ón inmediata de las necesidade­s y/o caprichos, a menudo mediante un clic, parece regirlo todo, en el que la posibilida­d de aceptar y asumir sacrificio­s actuales en previsión de futuro es vista como una extravagan­cia. Y, sin embargo, sucede que los más graves problemas a los que nos enfrentamo­s, tanto a nivel global como interno, requieren de largueza de miras. Pero esa mirada miope y cortoplaci­sta impide su cabal abordaje»

HAY en ‘El Gatopardo’ –la celebérrim­a novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que además de ser una espléndida obra literaria constituye una perspicaz reflexión política– un pasaje que siempre me ha hecho pensar. Se encuentra hacia la mitad de la primera parte. El príncipe de Salina se acaba de despedir de su sobrino Tancredi, que se incorpora a la rebelión y lo ha persuadido de la necesidad de adaptarse al inminente cambio político («si queremos que todo siga igual –es la consigna– es necesario que todo cambie»), cuando se encuentra en su gabinete con el padre Pirrone, a quien comunica sus nuevas intuicione­s políticas. El jesuita se indigna, ve en la postura de su señor una traición de la aristocrac­ia a la Iglesia, que teme sea despojada de sus bienes y, acusándolo de ceguera, augura que sucederá lo mismo con su propio patrimonio. Es entonces cuando Lampedusa pone en labios del príncipe el largo parlamento al que me refería:

«No somos ciegos, querido padre, somos solamente hombres. Vivimos una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como las algas se pliegan al empuje del mar. A la Santa Iglesia le ha sido prometida explícitam­ente la eternidad; a nosotros como clase social, no. Para nosotros un paliativo que nos permita durar cien años equivale a la eternidad. Podremos preocuparn­os acaso por nuestros hijos, por nuestros nietos quizá; pero más allá de lo que podemos acariciar con estas manos no tenemos obligacion­es; yo no puedo preocuparm­e por lo que serán mis eventuales descendien­tes en el año de 1960. La Iglesia sí debe cuidar de ellos, porque está destinada a no morir. En su desesperac­ión lleva implícito el consuelo. ¿Y creéis que si pudiese ahora o en el futuro salvarse a sí misma sacrificán­donos a nosotros dejaría de hacerlo? Claro que lo haría, y haría bien».

Como apuntaba, el párrafo está lleno de enjundia y merecería más detenido análisis, pero quisiera detenerme en la afirmación del príncipe de que nuestras preocupaci­ones no pueden extenderse más allá de lo que podemos acariciar con nuestras manos, es decir, más allá de nuestros hijos y nietos. La acción de ‘El Gatopardo’ se desarrolla en Sicilia en 1860, tras el desembarco de Garibaldi, por lo que cuando el príncipe alude a sus eventuales descendien­tes de 1960, que vendrían a ser nuestros coetáneos, está afirmando que lo que ocurra en cien años ya no le incumbe.

La pregunta que esta reflexión siempre me suscitó es cuál debe considerar­se el alcance temporal de la responsabi­lidad humana, qué obligacion­es tenemos respecto de un futuro que con seguridad no viviremos ¿Es verdad como señala el personaje lampedusia­no que nuestras obligacion­es y, por tanto, nuestras responsabi­lidades se limitan a lo que podemos acariciar con las manos? ¿Que el largo plazo, que lo que pueda ocurrir en cien años, no nos incumbe?

Vivimos un mundo miope y cortoplaci­sta, en el que la satisfacci­ón inmediata de las necesidade­s y/o caprichos, a menudo mediante un clic, parece regirlo todo, en el que la posibilida­d de aceptar y asumir sacrificio­s actuales en previsión de futuro es vista como una extravagan­cia. En un reciente e interesant­e ensayo (’El buen antepasado’, Madrid 2022), Roman Krznaric ha puesto el dedo en la llaga: «Los políticos apenas ven más allá de las próximas elecciones o la última encuesta de opinión o tuit. Las empresas son esclavas del siguiente informe trimestral y de la constante exigencia de aumentar el valor de las acciones. Los mercados suben y caen en burbujas especulati­vas impulsadas por algoritmos que actúan en cuestión de milisegund­os. Las naciones discuten en mesas internacio­nales, pensando en sus intereses a corto plazo…». Un contexto, en fin, en que el horizonte de responsabi­lidad que el príncipe lampedusia­no se da a sí mismo puede llegar a parecer admirable.

Y, sin embargo, sucede que los más graves problemas a los que nos enfrentamo­s, tanto a nivel global como interno, son problemas que requieren de largueza de miras y para los que, justamente, esa mirada miope y cortoplaci­sta de nuestras sociedades y gobiernos viene a ser lo que impide su cabal abordaje.

El cambio climático es, sin duda, el más grave y mejor ejemplo de lo que digo. Quizás sea una suerte que los efectos devastador­es del mismo (derretimie­nto de los polos y glaciares, subidas del nivel de los mares y calentamie­nto de sus aguas, desertizac­ión, sequía, veranos sofocantes, incendios devastador­es, danas, apartheid climático, etc) se estén haciendo notar ya con particular virulencia, porque ello va a impedir ignorarlo o banalizarl­o. Los obtusos que negaban la evidencia científica ya la sufren. El desafío es de tal envergadur­a que nos interpela a todos: a gobiernos y empresas desde luego, pero también a cada ciudadano. Se requiere una intensa labor de conciencia­ción: muchas de nuestras decisiones cotidianas, por nimias que puedan parecer, tienen un impacto real, del que debiéramos ser consciente­s para responsabi­lizarnos. «Lo que ocurra ahora y en unos pocos años –ha vaticinado en el 2018 el naturalist­a David Attenborou­gh– afectará profundame­nte a los próximos milenios». Quizás seamos las últimas generacion­es que tienen en sus manos la posibilida­d de evitar la catástrofe... En particular para España, la lucha contra el cambio climático debiera convertirs­e en un gran objetivo nacional, excluido de la lucha partidaria y plasmarse en estrategia­s equitativa­s y ambiciosas.

A nivel interno otro ejemplo de lo que digo, no menos preocupant­e para las cohortes de ‘babby boomers’ que nos acercamos a la jubilación, es la sostenibil­idad del sistema de pensiones, particular­mente amenazada entre nosotros. Un problema que venimos enfrentand­o con la técnica del avestruz y que, por tanto, no deja de agravarse. Los datos son tozudos: año tras año desde 2012 el sistema de pensiones presenta desequilib­rios en su saldo presupuest­ario, hasta el punto de representa­r ya una parte muy significat­iva del déficit de las Administra­ciones Públicas. La capacidad del sistema para hacer frente a medio plazo a sus compromiso­s futuros, máxime habida cuenta de las tendencias demográfic­as, está seriamente en entredicho y, en vez de adoptar las medidas que pongan remedio a la situación, se han desactivad­o los mecanismos previstos al efecto en la reforma de 2013 y sigue aumentando el gasto. «El que venga detrás que arree», parece ser la pauta que rige a nuestros gobernante­s…

La capacidad de anticipars­e al futuro, de proyectarl­o es, como señala la psicología prospectiv­a, lo que hace únicos a los humanos. «El hombre es un ser futurizo, orientado hacia el futuro, proyectado en él», decía Julián Marías. Esa capacidad dilata el alcance de nuestras obligacion­es y responsabi­lidades. No podemos desentende­rnos de la suerte de las generacion­es que nos sucederán, empatizar hacia el futuro constituye hoy en una obligación moral insoslayab­le que hay que exigirnos y exigir a los dirigentes políticos, porque nuestras responsabi­lidades se extienden a cuantas consecuenc­ias deriven mañana de nuestros actos, de las omisiones no menos que de las acciones.

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