El futuro como responsabilidad
«Vivimos un mundo miope y cortoplacista, en el que la satisfacción inmediata de las necesidades y/o caprichos, a menudo mediante un clic, parece regirlo todo, en el que la posibilidad de aceptar y asumir sacrificios actuales en previsión de futuro es vista como una extravagancia. Y, sin embargo, sucede que los más graves problemas a los que nos enfrentamos, tanto a nivel global como interno, requieren de largueza de miras. Pero esa mirada miope y cortoplacista impide su cabal abordaje»
HAY en ‘El Gatopardo’ –la celebérrima novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que además de ser una espléndida obra literaria constituye una perspicaz reflexión política– un pasaje que siempre me ha hecho pensar. Se encuentra hacia la mitad de la primera parte. El príncipe de Salina se acaba de despedir de su sobrino Tancredi, que se incorpora a la rebelión y lo ha persuadido de la necesidad de adaptarse al inminente cambio político («si queremos que todo siga igual –es la consigna– es necesario que todo cambie»), cuando se encuentra en su gabinete con el padre Pirrone, a quien comunica sus nuevas intuiciones políticas. El jesuita se indigna, ve en la postura de su señor una traición de la aristocracia a la Iglesia, que teme sea despojada de sus bienes y, acusándolo de ceguera, augura que sucederá lo mismo con su propio patrimonio. Es entonces cuando Lampedusa pone en labios del príncipe el largo parlamento al que me refería:
«No somos ciegos, querido padre, somos solamente hombres. Vivimos una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como las algas se pliegan al empuje del mar. A la Santa Iglesia le ha sido prometida explícitamente la eternidad; a nosotros como clase social, no. Para nosotros un paliativo que nos permita durar cien años equivale a la eternidad. Podremos preocuparnos acaso por nuestros hijos, por nuestros nietos quizá; pero más allá de lo que podemos acariciar con estas manos no tenemos obligaciones; yo no puedo preocuparme por lo que serán mis eventuales descendientes en el año de 1960. La Iglesia sí debe cuidar de ellos, porque está destinada a no morir. En su desesperación lleva implícito el consuelo. ¿Y creéis que si pudiese ahora o en el futuro salvarse a sí misma sacrificándonos a nosotros dejaría de hacerlo? Claro que lo haría, y haría bien».
Como apuntaba, el párrafo está lleno de enjundia y merecería más detenido análisis, pero quisiera detenerme en la afirmación del príncipe de que nuestras preocupaciones no pueden extenderse más allá de lo que podemos acariciar con nuestras manos, es decir, más allá de nuestros hijos y nietos. La acción de ‘El Gatopardo’ se desarrolla en Sicilia en 1860, tras el desembarco de Garibaldi, por lo que cuando el príncipe alude a sus eventuales descendientes de 1960, que vendrían a ser nuestros coetáneos, está afirmando que lo que ocurra en cien años ya no le incumbe.
La pregunta que esta reflexión siempre me suscitó es cuál debe considerarse el alcance temporal de la responsabilidad humana, qué obligaciones tenemos respecto de un futuro que con seguridad no viviremos ¿Es verdad como señala el personaje lampedusiano que nuestras obligaciones y, por tanto, nuestras responsabilidades se limitan a lo que podemos acariciar con las manos? ¿Que el largo plazo, que lo que pueda ocurrir en cien años, no nos incumbe?
Vivimos un mundo miope y cortoplacista, en el que la satisfacción inmediata de las necesidades y/o caprichos, a menudo mediante un clic, parece regirlo todo, en el que la posibilidad de aceptar y asumir sacrificios actuales en previsión de futuro es vista como una extravagancia. En un reciente e interesante ensayo (’El buen antepasado’, Madrid 2022), Roman Krznaric ha puesto el dedo en la llaga: «Los políticos apenas ven más allá de las próximas elecciones o la última encuesta de opinión o tuit. Las empresas son esclavas del siguiente informe trimestral y de la constante exigencia de aumentar el valor de las acciones. Los mercados suben y caen en burbujas especulativas impulsadas por algoritmos que actúan en cuestión de milisegundos. Las naciones discuten en mesas internacionales, pensando en sus intereses a corto plazo…». Un contexto, en fin, en que el horizonte de responsabilidad que el príncipe lampedusiano se da a sí mismo puede llegar a parecer admirable.
Y, sin embargo, sucede que los más graves problemas a los que nos enfrentamos, tanto a nivel global como interno, son problemas que requieren de largueza de miras y para los que, justamente, esa mirada miope y cortoplacista de nuestras sociedades y gobiernos viene a ser lo que impide su cabal abordaje.
El cambio climático es, sin duda, el más grave y mejor ejemplo de lo que digo. Quizás sea una suerte que los efectos devastadores del mismo (derretimiento de los polos y glaciares, subidas del nivel de los mares y calentamiento de sus aguas, desertización, sequía, veranos sofocantes, incendios devastadores, danas, apartheid climático, etc) se estén haciendo notar ya con particular virulencia, porque ello va a impedir ignorarlo o banalizarlo. Los obtusos que negaban la evidencia científica ya la sufren. El desafío es de tal envergadura que nos interpela a todos: a gobiernos y empresas desde luego, pero también a cada ciudadano. Se requiere una intensa labor de concienciación: muchas de nuestras decisiones cotidianas, por nimias que puedan parecer, tienen un impacto real, del que debiéramos ser conscientes para responsabilizarnos. «Lo que ocurra ahora y en unos pocos años –ha vaticinado en el 2018 el naturalista David Attenborough– afectará profundamente a los próximos milenios». Quizás seamos las últimas generaciones que tienen en sus manos la posibilidad de evitar la catástrofe... En particular para España, la lucha contra el cambio climático debiera convertirse en un gran objetivo nacional, excluido de la lucha partidaria y plasmarse en estrategias equitativas y ambiciosas.
A nivel interno otro ejemplo de lo que digo, no menos preocupante para las cohortes de ‘babby boomers’ que nos acercamos a la jubilación, es la sostenibilidad del sistema de pensiones, particularmente amenazada entre nosotros. Un problema que venimos enfrentando con la técnica del avestruz y que, por tanto, no deja de agravarse. Los datos son tozudos: año tras año desde 2012 el sistema de pensiones presenta desequilibrios en su saldo presupuestario, hasta el punto de representar ya una parte muy significativa del déficit de las Administraciones Públicas. La capacidad del sistema para hacer frente a medio plazo a sus compromisos futuros, máxime habida cuenta de las tendencias demográficas, está seriamente en entredicho y, en vez de adoptar las medidas que pongan remedio a la situación, se han desactivado los mecanismos previstos al efecto en la reforma de 2013 y sigue aumentando el gasto. «El que venga detrás que arree», parece ser la pauta que rige a nuestros gobernantes…
La capacidad de anticiparse al futuro, de proyectarlo es, como señala la psicología prospectiva, lo que hace únicos a los humanos. «El hombre es un ser futurizo, orientado hacia el futuro, proyectado en él», decía Julián Marías. Esa capacidad dilata el alcance de nuestras obligaciones y responsabilidades. No podemos desentendernos de la suerte de las generaciones que nos sucederán, empatizar hacia el futuro constituye hoy en una obligación moral insoslayable que hay que exigirnos y exigir a los dirigentes políticos, porque nuestras responsabilidades se extienden a cuantas consecuencias deriven mañana de nuestros actos, de las omisiones no menos que de las acciones.