De estrategia de verano a estrategia de invierno
La invasión de Ucrania comenzó siguiendo un plan de campaña tan simple como clásico. Las tropas rusas rompieron las fronteras ucranianas por tres direcciones principales. Una desde Bielorrusia hacia Kiev (objetivo estratégico del plan), otra hacia Járkov (objetivo secundario) y una tercera, desde Crimea, desdoblada hacia Jersón y hacia Mariúpol. A ellas habría de añadirse la presión expansiva de las milicias prorrusas hacia el oeste del Donbass. El objetivo operacional era la línea Jarkov-Codo del Dniéper (Dnipropetrovk, Zaporiyia)-Jersón. Tal planeamiento asumía que el Gobierno ucraniano, atrapado en Kiev, tendría que, o bien negociar la rendición, o bien huir del país.
Pero se volvió a mostrar la constante bélica de que no hay planeamiento operativo que resista íntegramente su contraste con el enemigo. Porque tanto el Gobierno ucraniano como sus tropas, renunciando a la iniciativa y apoyados por la Inteligencia norteamericana, se atrincheraron en el hormigón urbano, con la finalidad de desgastar a las rusas y ganar tiempo para despertar la solidaridad internacional. Las tropas rusas quedaron así enganchadas en una guerra «medieval» de cerco de ciudades. Solamente en el sur de Ucrania lograron progresar según lo planeado. Alcanzaron rápidamente el curso del bajo Dniéper e, incluso, saltaron a su orilla occidental. Se apoderaron de Jersón, de la presa de Kajovka (donde comienza el Canal Norte de Crimea, que había sido taponado por el Gobierno ucraniano tras la ocupación rusa de Crimea en 2014, y de la central nuclear de Zaporiyia. Asimismo, ocuparon la franja litoral al norte del mar de Azov.
Tras un mes de derroche de sangre, destrucción y dinero sin contrapartidas apreciables, la pedagogía de los hechos impuso al Kremlin la renuncia (tal vez momentánea) de Kiev y Járkov, para concentrar sus esfuerzos sobre el Donbass. Un tiempo aprovechado por el bando ucraniano para perfeccionar sus defensas y empezar a recibir armas y municiones del exterior. Con ello se incrementó la eficacia de su acción retardadora y de sangrado del bando ruso, obligándole a consumir tiempo y recursos especialmente frente a las «numantinas» resistencias primero en Mariúpol, y después en el «baluarte» de Sievierodonetsk-Lysychannsk. Completada la ocupación del oblast de Lugansk, ahora las tropas rusas tratan de hacer lo propio en los aproximadamente 11.000 km2 del de Donetsk, que todavía permanecen bajo control de Kiev. Tratan de progresar hacia Sloviansk-Kramatorsk, Bajmut y Prokovsk, grupo de objetivos a alcanzar necesariamente, para completar su dominio del Donbass.
En el bajo Dniéper se están dando tres escenas de especial confrontación. Una, en la zona de Jersón, donde las tropas ucranianas tratan de obligar a las rusas a retroceder hacia la orilla oriental del Dniéper, habiendo logrado, con sus bombardeos, inhabilitar en gran medida (al menos su capacidad ferroviaria) el puente Antonovsky, de gran valor para el flujo logístico entre ambas orillas del río. Otra, es la zona de Kajovka-Nova Kajovka, objetivo permanente de la artillería ucraniana y de vital importancia para asegurar el agua de boca, industrial y de riego a Crimea.
La tercera es la zona de la central nuclear de Zaporiyia, ocupada por las tropas rusas días después del inicio de la invasión, que está sufriendo bombardeos de los que ambas partes se culpan recíprocamente, lo que podría resultar en una catástrofe planetaria. Tras enormes esfuerzos diplomáticos, y auspiciada por Naciones Unidas, parece que el Kremlin ha aceptado una inspección de la planta por la Organización Internacional de la Energía Atómica.
Hecatombe económica
Tras seis meses de lucha, se está produciendo una suerte de metamorfosis dual: prisas por lentitud y viceversa. Efectivamente, la urgencia rusa por profundizar en el territorio ucraniano está deviniendo en parsimonia, a la espera de que las sociedades «occidentales» perciban plenamente el significado de la falta de impacto decisivo de las sanciones a Rusia, así como la inevitable aproximación del general Invierno. Ello, se supone, incrementará la apatía hacia las noticias sobre la guerra, al tiempo que crece su temor por las relativas a las restricciones energéticas en el marco de una potencial hecatombe económica. Y, por el otro lado, la estrategia ucraniana de retardo ha mutado en prisas por obtener éxitos, con acusado tinte propagandístico. Ahí se fundamentan las recientes acciones en Crimea, con ataques puntuales de alcance limitado contra objetivos rusos. Tales acciones muestran una mejoría de las capacidades ucranianas, derivada de la creciente provisión de armas pesadas, principalmente por EE. UU. y el Reino Unido, así como del programa de perfeccionamiento militar ucraniano, liderado por el Reino Unido, al que se han adherido ya Dinamarca, Canadá, Finlandia, Países Bajos, Suecia, Noruega y, recientemente, Nueva Zelanda. Se están atacando en la península, entre otros, depósitos de armas y municiones (Dzhankoy), instalaciones navales (Saky) y se especula con la posibilidad de bombardear el puente de 18 kilómetros sobre el estrecho de Kerch, que une Crimea con la Rusia continental (Krasnodar), vía logística esencial para el éxito inicial de las tropas rusas en la invasión de Ucrania por el sur. No está claro si tales acciones son realizadas mediante misiles (lo que, por la distancia del frente a Crimea, significaría que se han facilitado a Ucrania sistemas de armas de superior alcance eficaz al declarado), o drones artillados, o sabotajes de fuerzas especiales y/o partisanos. En todo caso, es un escenario nuevo que obligará a Moscú a incrementar las medidas de seguridad en la Península. O, incluso, aunque sea temporalmente, a desplazar hacia el continente ruso puestos de mando e instalaciones logísticas que ahora están desplegados en Crimea.
Lo más cierto de todo es que, con la invasión de Ucrania, el orden internacional ha sido quebrado. La ‘operación militar especial’ (en el argot del Kremlin), que se presagiaba corta, se está mostrando como un conflicto entre dos potencias nucleares, EE. UU. y Rusia, en los espacios ucranianos, mientras ambas se afanan en la reconfiguración de zonas de influencia, especialmente en África y Sudamérica. Ninguna de aquéllas aceptará, con el trasfondo de una geopolítica cambiante, aparecer como perdedores de esta rara guerra especialmente cruenta, como corresponde a la que se desarrolla entre quienes constituyeron una misma nación durante siglos. Una lucha que combina procedimientos militares casi decimonónicos con acciones de guerra cibernética y la utilización de armas e ingenios ultramodernos, incluso satelitales e hipersónicos. Un conflicto que está desangrando a Ucrania, Rusia y, de rebote, a toda Europa. Un enfrentamiento que está avivando rescoldos en demasiados sitios (por ejemplo, en KosovoSerbia y en China-Taiwan), así como propiciando una escalada de armamentos de alcance impredecible, que encuentra en los espacios ucranianos sus mejores campos de experimentación y desarrollo.
Pero la guerra ruso-ucraniana era esperable. Primero vino la ocupación rusa de Crimea sin casi pegar un tiro. Siguieron las revueltas separatistas en el Donbass, que propiciaron las autoproclamadas repúblicas populares de Lugansk y de Donetsk. Y, ocho años después, la invasión del 24 de febrero de 2022. En ese mismo mes, en 2014, ante la efervescencia de la crisis política que se estaba desarrollando en Ucrania, escribía en «Enseñar los dientes» (mi blog personal): «Moscú no va a consentir despreocupadamente que, en su vientre, en su espacio natural de influencia y de salida al mar Negro-Mediterráneo le aparezca un estado hostil que comprometa y perturbe su vocación planetaria». Y, hoy, a la vista de lo dicho, me reafirmo en aquel pronóstico. Esto va para largo.