Sharon Stone, una elegancia de dorado voltaje
Fue diosa en lo alto de los noventa, Sharon Stone, y aún ahora, cuando brinca la edad en que otras inauguran el bastón, por prescripción médica, incluso. Ha cumplido 65 inviernos de primavera, y su belleza se ha ido acuñando en celebridad, con lo que no se añora en ella a la guapa que fue, sino a la elegante que será mañana, cuando se lo monte de nuevo de rubia sirena de buenas piernas, por las alfombras de Cannes. Mira uno a Sharon Stone, en fotos sucesivas, y ahí se remata un repertorio memorable de claridad hembra, con vestidos hasta el suelo, por donde asoma a veces, como un reptil de estreno, el zapato de tacón tirando a erógeno. Era difícil el éxito de elegante después de pasar a la historia del cine por ahorrar en lencerías. Pero ha ocurrido. La belleza vive en la juventud, pero la elegancia la depuran los años, y eso ha cuajado en Sharon Stone, que es noticia aunque no haga nada, o precisamente por eso.
Más allá de ‘Instinto Básico’, ha hecho alguna peli potable, o buena, con Martin Scorsese o Jim Jarmusch, y luego algunos bodrios de echar el rato, con Stallone o Schwarzenegger, en ese cine de brincos. Pero es una celebridad, y una distinguida, y un espot de sí misma, incluso cuando hace el espot propiamente dicho, como aquel de Freixenet, en Navidad, firmado por Bigas Luna. Los cronistas aúpan a Sharon Stone como «la madurez de la elegancia», pero la elegancia es madurez o se queda en sastrería. Sastrería de mejor o peor firma, pero vana sastrería al fin y al cabo. Vengo a decir que Sharon Stone fue lo que fue, cuando ‘Instinto Básico’, y luego se ha encumbrado como un finísimo naipe de más de seis décadas que prorroga y prestigia el modelo del glamur femenino de la escuela eterna, entre Audrey Hepburn y Grace Kelly, pero con más voltaje. Pudiéramos escribirlo de otro modo: se le nota enseguida que es inteligente. Por eso Sharon ha quedado como morbo más bien venial de videoteca. Asoma siempre en ella una belleza mental, que la hace aún más dorada, y un resplandor que no nutren los años bien llevados, aunque también, sino sobre todo la biografía a contracorriente del tópico de la rubia más bien boba. Parece que en su casa se repartieran bajo equilibrio las cremas hidratantes y los libros de asesinos. Parece que su biblioteca diera a un spa, o al revés. No queda peyorativo para ella el título de rubia de Hollywood, sino quizá todo lo contrario. Acertó escandalosamente con el pelo corto, crispado de sofisticación, y se enfunda unos vestidos de noche que son una aristocracia de la tentación, y también un serio harapo de museo. No la visten. Se viste. Es lo que a un primer reojo se llamaría personalidad. Y a un último reojo, que aún nos importa más. Apuntaba Ramón que los senos son las lágrimas que llora la belleza por ser tan efímera. La Stone, a esas lágrimas, añade a menudo el escote de lágrima, que enseña y no enseña, y le pone más finura a su esbeltez de violín sexual. Ha sido musa de Dior, de Damiani y de Ungaro, que diseñó para ella el vestuario entero de la película ‘La musa’, olvidable cosa salvo los trapos a propósito, que ella reconvertía en fastuosas reliquias de exquisito riesgo. Durante épocas, no le mirábamos tanto a los ojos, pero ahora sí, porque el tiempo ha reinventado su cabeza, una cabeza dorada, soberbia y fascinante, y porque los ojos han alcanzado en ella una soberanía de alhaja viva, como esas joyas que anuncia por el mundo. Algo así, pero más.