Se avecina un otoño caliente
Entramos en la estación de no sé qué ponerme
Se acaba el verano. Ahora es el momento de preguntar cuando se ha regresado, escuchar como ha sido de caluroso el mes de agosto, contar la cantidad de festejos, cócteles y cenas que se han tenido y los proyectos de planes de viajes para los meses venideros.
Pronostican los especialistas y comentaristas políticos un otoño caliente y un invierno frío. Ignoro si se va a imponer la corbata como medida anticonsumo de calefacciones y consecuente ahorro de energía. De momento vamos a estar en esa estación en la que es fácil oír frases como «no sé qué ponerme», «salgo por la mañana con frío y luego paso un calor terrible durante todo el día», «de momento vamos y venimos del campo, según los compromisos», y hay también los que están felices de retornar a su habitual lugar de residencia, sencillamente porque hay personas que, a cierta edad, el verano les aburre y prefieren estar lo antes posible en lo que los cursis llaman zona de confort, o sea cerca de su médico, su entrenador personal, su peluquero, su masajista y todas las demás comodidades que les rodean, aunque ni lo reconozcan, ni lo confirmen.
Decía un empleado mío que yo era de los que, si pudiera, llevaría toda mi casa a cuestas, a todas partes. Es por lo que tengo la costumbre de comprar las cosas por duplicado, para no tener que trasladarlas de un lugar a otro. Mi camisero, mi zapatero y mi sastre saben de lo que hablo. Cuando viajo en avión, lo hago con dos maletas, exactamente iguales y con el contenido repetido. Se suele perder una, pero no dos. Es una situación que he sufrido, por lo que tomé la decisión que evitase ese incordio con esta determinación. El por si acaso vive en mí persistentemente.
La ‘rentrée’ no es la misma de antes. Ahora los estrenos de cine y teatro no marcan la temporada, ni siquiera las bodas. Hace no tanto tiempo, en Madrid, no se celebraban estas ceremonias desde mediados de julio hasta mediados de septiembre. Ahora cualquier fecha es válida, según el capricho o exigencia de los contrayentes.
Antes se pasaba el verano en un lugar determinado. Ahora hay mucha gente que se mueven de norte a sur y de este a oeste sin problema. Hacen viajes sin parar y pasan horas interminables entre aeropuertos y traslados, retrasos y cancelaciones, anulaciones y timos, pero el caso es romper con la rutina, poder contarlo y presumir después, aunque no todo hayan sido oros y oropeles.
Antes, la gente viajaba con buen aspecto. Ahora los aeropuertos y estaciones de tren son un desfile de mal gusto. Los maleteros han desaparecido y los viajeros cargan con bolsas y mochilas, además de una maletita con ruedas, evidente signo de modernidad, como si fuesen burros en los que se vendían mantas en la sierra de Cameros hace un siglo. Ignoro también por qué los que viajan en avión lo hacen vestidos con chándal, como si fueran a hacer deporte, cuando lo más seguro es que vayan a tomar el sol a las Maldivas o a comprar copias en Nueva York y estar ojo avizor para ver si captan, con su móvil, la imagen de algún famoso, por muy de medio pelo que sea y ver la posibilidad de venderlo a alguna agencia y obtener un beneficio económico con el que pueda sufragar los gastos de sus vacaciones el año que viene, no vaya a ser que sea verdad lo que dicen sobre lo difícil que se va a poner todo.
Cuando viajo en avión, lo hago con dos maletas exactamente iguales y con el contenido repetido. Se suele perder una, pero no dos