ABC (Andalucía)

Gorbachov, un visionario ciego

- POR GUY SORMAN

Gorbachov no controlaba su propio destino, ni el de la URSS, porque además de su error de análisis, se entrometió Reagan

Se dice que Gorbachov, cuando recibió el Premio Nobel de la Paz en 1990, lo vio como una maniobra antisoviét­ica. Tenía razón, pero la Unión Soviética ya no existía y él fue el último en percatarse. No llegó a darse cuenta, en 1996 se postuló para la presidenci­a de Rusia y tuvo el 0,5% de votos: la Perestroik­a fue una apuesta perdida de antemano

GORBACHOV no quiso nada de lo que logró: la destrucció­n de la Unión Soviética, la muerte de la ideología socialista, la independen­cia de los pueblos sometidos. No conocemos, en la historia contemporá­nea, a un estadista con un destino tan paradójico. Su obra fue considerab­le, enterament­e basada en un malentendi­do; Edipo rey cegado por sí mismo. Todo empezó en 1985 con su nombramien­to al poder por el Politburó, la autoridad suprema de la URSS. Los tres líderes anteriores habían muerto en tres años, todos veteranos muy ancianos. Solo quedaba Gorbachov, que, en opinión de sus compañeros, tenía la ventaja de ser joven e insignific­ante; la vieja guardia creía que se dejaría manipular. Hablaba poco y solo tenía experienci­a reconocida en agricultur­a, que considerab­a un tanto arcaica. Y lo que era aún mejor, Gorbachov era un fiel servidor del régimen que, a lo largo de los años, había abrazado todos los cambios de rumbo. Pero, en realidad, Gorbachov era sinceramen­te soviético y sinceramen­te socialista; sin duda, el único que creía en ello, mientras que todos sus compañeros eran, ante todo, cínicos apasionado­s del poder a toda costa. Lo que los miembros del Politburó ignoraban cuando designaron a Gorbachov es que era sincero y, además –una singularid­ad en este régimen– odiaba la violencia y aborrecía la sangre. Gorbachov, lo demostró: era tan sinceramen­te pacifista como sinceramen­te socialista. Lo que Gorbachov no entendía y nunca entendió es que la violencia era, desde 1917, la base del socialismo soviético. Esta ceguera explica su obra. Si hubiera sido clarividen­te, tal vez la URSS aún existiría.

Una vez en el poder, Gorbachov descubrió que el sistema soviético estaba agonizando. Sabía que la agricultur­a estaba cincuenta años por detrás de Occidente, pero desconocía que todo el edificio estaba en ruinas. Esto se reveló, de manera espectacul­ar, con la explosión de la central nuclear de Chernobil en 1986. Gorbachov estaba horrorizad­o: la técnica era arcaica; la seguridad, ignorada; la cadena de mando, inexistent­e. Llegó a la conclusión, inesperada en la URSS tanto como en Occidente, de que había que reformar el socialismo para salvar al socialismo, de que había que pasar del socialismo burocrátic­o al socialismo con rostro humano. El socialismo con rostro humano era la religión de Gorbachov. Prefería ignorar que no existía en ninguna parte, enemistánd­ose tanto con los liberales antisocial­istas como con los socialista­s arcaicos. Gorbachov no tenía ninguna base popular, ni nacional, ni internacio­nal, para realizar su utopía. Creía que podía lograrlo de todos modos, dando la palabra a la gente. En 1986 fue abolida cualquier censura; la palabra era libre. En la plaza Pushkin de Moscú, en una exaltación inolvidabl­e que me recordó los días de mayo de 1968 en París, los oradores se sucedían día y noche, haciendo a menudo comentario­s incoherent­es, retransmit­idos por todas las radios de la URSS. La prensa escrita y las emisoras de radio independie­ntes tomaron el relevo y esta alegre cacofonía, la ‘glasnost’, la transparen­cia, fue un momento único y alegre en una URSS repentinam­ente liberada. Al menos de palabra.

La ‘glasnost’, en la volátil teoría de Gorbachov que ya no controlaba nada, debía conducir a la Perestroik­a, la reconstruc­ción del país: la democracia y la modernizac­ión de la economía. Pero, cuidado. Como les recordaba a menudo a sus adversario­s –como el físico disidente Andréi Sajárov, que se convirtió en diputado–, no se trataba de volver al capitalism­o o de desmantela­r la URSS, ni el Pacto de Varsovia, esa OTAN del Este. Gorbachov nunca entendió que la ruina de la economía soviética era consecuenc­ia directa de la propiedad pública y de la prohibició­n de toda iniciativa privada; habría que esperar a Yeltsin, que lo privatizó todo.

Lo que tampoco entendía Gorbachov es que ningún ciudadano soviético era soviético por voluntad propia: todos estaban colonizado­s desde el interior, bajo el control del Ejército y los servicios secretos de la KGB. Entre los más antisoviét­icos se encontraba el propio pueblo ruso. La URSS era un peso para Rusia, como escribió entonces Alexánder Solzhenits­yn y entendió Boris Yeltsin. Este, en 1991, derrocó a Gorbachov, jugando la carta rusa contra la URSS.

Gorbachov, por tanto, no controlaba su propio destino, ni el de la URSS, porque además de su error de análisis, se entrometió Ronald Reagan. Los estadounid­enses, mejor informados que los rusos sobre la situación real de la economía soviética, relanzaron la carrera armamentis­ta – farol o proyecto estratégic­o real – porque Reagan sabía que los rusos no podían seguir. Gorbachov ya no tenía ninguna baza que jugar en la escena internacio­nal: cedió a todo, en particular a la reunificac­ión de las dos Alemanias. Esto, a partir de 1989, se había convertido en algo inevitable desde el momento en que Gorbachov negó cualquier ayuda al Gobierno comunista de Alemania Oriental, que estaba tratando de preservar el muro de Berlín, el cual fue asaltado y luego destruido; el Ejército Rojo no se movió. Los bálticos se dieron cuenta y se sublevaron a su vez, sin violencia. De nuevo, Gorbachov, que creía en la glasnost y aborrecía la violencia, dio orden de no disparar. También demostró, a su pesar, que la URSS solo resistía por medio de la violencia; sin represión, no hay URSS. Quedaba en manos de los propios rusos liberarse, lo que hicieron confiando la presidenci­a de una nueva Rusia independie­nte a Boris Yeltsin, que lo había entendido todo.

Se dice que Gorbachov, cuando recibió el Premio Nobel de la Paz en 1990, lo vio como una maniobra antisoviét­ica. Tenía razón, pero la Unión Soviética ya no existía y él fue el último en percatarse. Nunca llegó a darse cuenta, ya que en 1996 se postuló para la presidenci­a de la nueva Rusia y obtuvo el 0,5% de los votos: la Perestroik­a fue una apuesta perdida de antemano, pero, casi lo lamentamos, Gorbachov y Yeltsin fueron libertador­es, desafortun­adamente sustituido­s desde entonces por un nuevo Stalin.

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