La cárcel de Pacheco
Por sus circunstancias, el ex alcalde es hoy toda una autoridad para hablar del indulto de los ERE
El viernes fui a la cárcel. Me llevaron más allá del metal de sus barrotes las lágrimas secas de los ojos achinados de Pedro Pacheco y algunos silencios incompatibles con el siempre locuaz ex alcalde de Jerez. Me costará olvidar la entrevista en su casa, cuyos muros se le están haciendo más altos que los de Puerto III ahora que goza de una libertad que debe aprender a administrase entre libros de leyes, posados sonrientes en blanco y negro de tiempos de fama y recortes amarillos de noticias de su ocaso. Fue una cita con la historia y el personaje al mismo tiempo, con lo mejor y lo peor de la política de este país entre dos siglos.
No saben cómo se agradece hoy hablar con un político sin pelos de discursos hechos por asesores en la lengua. Pacheco pertenece a una generación yonqui de la política que poco tiene que ver con el muestrario de profesionales autómatas de la cosa que hoy ocupan los escaños. Pacheco fue un fórmula uno pasado de caballos en la curva de su megalomanía que terminó chocando en los límites de la legalidad vigente, pero al que las otras leyes no escritas, las del poder y los intereses, sacaron del circuito.
El ex alcalde es tan recordado por sus obras en Jerez de la Frontera, las que hizo y las que no dejó hacer, como por aquella frase que caló en la conciencia del pueblo sobre la justicia española. Y posiblemente el asfalto del circuito de Jerez se haya agrietado menos en estos años que aquella gruesa definición. Basta ver las dilaciones y carencias de los juzgados, y, sobre todo, el escarnio al que la somete el poder Ejecutivo, poniendo en entredicho sus decisiones o pugnando por el control de togas y puñetas, para advertir que Pacheco se quedó corto en su diagnóstico.
Aquella frase le perseguirá de por vida, como siente que lo hicieron con exceso de celo los jueces que le condenaron por irregularidades que en el inventario de la corrupción política española impune considera minucias de picaresca administrativa. Aquella frase le perseguirá como dice con dolor indisimulado que lo hizo la dirección de la prisión durante los tres años y medio que pasó en ‘Oceanía’, como llaman en la jerga carcelaria al penal del Puerto. Pacheco también fue un escarmiento.
Por sus circunstancias, Pacheco es toda una autoridad para hablar del indulto a los condenados en el caso ERE. Y en su mensaje, favorable a suspender la pena de prisión por razones humanitarias, hay la bondad de quien a nadie desea el horror de la cárcel que ha conocido, al tiempo que hay una advertencia: ese indulto, de producirse, va a pasar una alta factura a la credibilidad del PSOE, y una frustración: «¿Aquí quien paga por lo que hace?».
A pesar de todo, nada domará hasta el olvido al que lleva esmaltada en su carisma la letra de Moreno Galván: «Soy castillo de frontera, mientras tenga un muro en pie siempre estaré en pie de guerra». Pacheco pidió hace año y medio un indulto a su inhabilitación que sigue sobre la mesa del Gobierno. Si no se responde antes que la de Griñán, el de Jerez seguirá siendo un símbolo que defina a la justicia en España.
Pacheco fue un fórmula uno pasado de caballos en la curva de su megalomanía que terminó chocando en los límites de la legalidad vigente, pero al que otras leyes no escritas sacaron del circuito