Tenencia responsable de perros, un concepto interiorizado, objeto de manipulación política
▶ El enfoque animalista y proteccionista sigue anclado en la época victoriana inglesa
En las sociedades avanzadas urbanas occidentales, el perro ocupa un espacio muy importante en la vida del hombre y su familia. Una situación que no es en absoluto extrapolable a otras zonas del planeta. Sobre una población universal de estos animales de unos mil millones de ejemplares, apenas unos doscientos millones son mascotas o tienen una dependencia directa del ser humano. Esto nos lleva a apreciar que hay cuatro veces más perros que no tienen la tutela o que no dependen de una persona para su subsistencia. Si bien es cierto que coexisten en nuestro mismo nicho ecológico, estos perros que deambulan a su libre albedrío por entornos urbanos y rurales son como otros animales que se encuentran cerca de nosotros, tales como las ardillas, los gatos, las palomas o los estorninos, y por tanto se tienen que buscar la vida con un nivel muy alto de adaptación al medio que comparten con nosotros y otras especies, en muchos casos no de forma pacífica.
Trabajos científicos como los llevados a cabo por Raymond y Lorna Coppinger demuestran que los perros en zonas como Vietnam, India, Sudáfrica y México son sorprendentemente similares todos ellos, tanto en su comportamiento como en su tipo. Y con rigor científico nos recuerdan, y eso sí que es concienciar del papel que ha tenido durante miles de años entre nosotros, que estos perros parias son el arquetipo de la especie evolucionada a lo largo de miles de años de convivencia cerca de nuestra especie y no la resultante de las razas caninas nacidas en el siglo XIX. Esta base común radica en una casi total uniformidad en tamaño y forma, pero sobre todo en su alta capacidad de ser autosuficientes. Esto pone en entredicho la concepción tradicional del gran papel domesticador del hombre sobre esta especie. El estudio llevado a cabo por los Coppinger durante más de cincuenta años apunta a un proceso de autodomesticación de estos perros para permanecer cerca de nosotros y actuar como nuestros principales carroñeros higienizantes, muy eficientes ante los deshechos que generamos. Y este no es un fenómeno de asilvestramiento –feralización- como pretenden los animalistas. Esta posición cambia radicalmente nuestra visión del perro y nos sitúa en un ámbito conservacionista.
Alejados de sentimentalismos humanizantes, nos muestra, también, la gran capacidad que tiene el perro para desarrollar todas las etapas de su vida con éxito, incluso la reproductiva, sin control ni restricción humana, en entornos que hoy el animalismo abolicionista no considera adecuados a su condición de ‘sintientes’. Datos consistentes que se oponen al dogma cada vez más afianzado en Occidente del perro-persona.
Se trata, pues, de un trabajo demoledor sobre la ecología conductual del perro, lejos de visos emotivos, emocionales y de sentimientos antropocéntricos como los que se derivan de la concepción animalista que los convierte en ultradependientes y que cuestiona muy seriamente la filogenia real aceptada hasta ahora de un escenario más allá del Paleolítico con una premisa asimilada hombre-domestica-lobo-cachorros, que ya por 1968 invocó Scott.
El enfoque animalista y proteccionista sigue anclado en la concepción del perro nacida de la época victoriana inglesa, una visión claramente antropocéntrica y manipuladora del perro sobre un binomio: perro de calle y perro de familia. A partir de ese momento, en Occidente se fue desnaturalizando la posición que durante miles de años había tenido el perro, y el hombre consolidó su concepción como gran benefactor natural de la vida en el planeta, acercándose al animal para incorporarlo como un miembro más de su familia.
En el medio urbano se van retirando los en otra hora abundantes perros existentes, animales acostumbrados a sobrevivir de los deshechos y desperdicios humanos. La hidrofobia aterra al hombre de ciudad. El perro mantenía la tradición que le había llevado hasta el siglo XIX como un animal carroñero, y en algunos casos inspirado por el utilitarismo humano a la caza. El perro no era, ni es, ni ha sido, un depredador ‘per se’.
En el Reino Unido victoriano nacieron las sociedades protectoras de animales, especialmente de los perros. Y se aprecia que de estos los hay ‘sin hogar’, que por lo tanto son acogidos en instituciones que actúan como ‘hogares para perros abandonados’. Pero el hogar es un concepto social humano ajeno al perro y su existencia vital. La catalogación del perro como uno más de la familia o mascota ha alterado la vida social del hombre y, cómo no, la del perro. Poco a poco se va gestando en el pensamiento humano la cuestión ética de su relación con el perro, influenciado por su proximidad sentimental. El hombre ya no lo ve como un animal, sino como un amigo, un compañero, similar a un congénere humano. Una posición que no encontramos en el perro, que no abandona su concepto de especie canina en sus actuaciones sociales. Ellos nos ven como lo que somos, hombres. El mejor amigo del perro no es el hombre, ¡es otro perro! Esta visión ética nos lleva a intentar reeducar al hombre en su relación con el perro, pues ya no estamos ante el esquivo deambulador que vivía cerca de nosotros.
John Bradshaw, uno de los más importantes estudiosos de esta especie, ha demostrado que ellos no son conscientes de sí mismos y, en consecuencia, tampoco experimentan y muestran emociones complejas como las que les atribuimos los seres humanos.
Los viajes entre continentes y las relaciones multinacionales permitieron que diferentes tipos de perros migraran de un punto a otro, generando la gran diversidad genética que encontramos en el perro sin raza hoy en día. Con el aumento del nivel de vida resultante de la revolución industrial, la modernización de la sociedad llevó tam
bién a dejar de concebir a algunos animales como útiles de producción y los convirtió en lujos superfluos, símbolos en muchos casos de su estatus social y económico. El perro pasa a ser objeto de capricho, el ornato, dentro del seno social humano, asentado sobre una premisa que se hizo imprescindible y básica: su fidelidad al amo. Una confusa ética victoriana de la responsabilidad que hoy entronca con la bioética.
El concepto de Tenencia Responsable de Mascotas (TRM) tiene su origen en los años setenta del siglo XX, a la par que el animalismo. Estamos ante un concepto que ha sido ampliamente abrazado y empleado por el animalismo, el proteccionismo, entidades públicas, gobiernos y organismos internacionales, e instituciones de cinofilia como la RSCE, y que aún hoy sigue siendo mecanismo ideológico que sirve para sustentar actuaciones políticas como la del anteproyecto de Ley de Derechos de los Animales de España. Esta estrecha relación conceptual ha involucrado al hombre de forma exagerada en su responsabilidad en el trato y mantenimiento del animal a su cargo. En contraposición, tenemos la actitud de aquellos individuos que inflingen daño físico y psíquico a los perros. Esta disfunción no podemos considerarla a todas luces generalizadas, pues obedece más bien a conductas y hábitos individuales de escasos valores éticos y de irresponsabilidad que hoy priman más que antes.
La existencia natural de perros campando a sus anchas libremente no es aceptada por el hombre urbano occidental actual. Razones filosóficas e incluso estéticas lo impiden. También se podrían invocar motivos de salud pública e incluso de bienestar animal, ¿pero por qué sí se admite en el caso de las colonias felinas ferales? Una doble moral animalista nos confunde y desequilibra el tradicional trato con esos animales. El concepto de responsabilidad en la tenencia y en la cría de perros viene vinculada históricamente con el hombre en base a una doble intervención, por un lado al modificar el genotipo y fenotipo del perro convirtiéndolos en razas caninas definidas que satisfacen un amplio espectro de su demanda y, por otro, al haberlo incorporados a su entorno familiar.
Cualquier actuación que se lleve a cabo sobre un perro que le cause algún tipo de dolor es execrable y condenable. Pero convendría cambiar el orden del silogismo que usan los animalistas, en el sentido de considerar que un hombre que es capaz de infligir malos tratos a otro hombre será probablemente causante de daños a animales, y no al contrario, como tratan de establecer para estigmatizar a los cazadores, por ejemplo, dando por hecho el supuesto maltrato del colectivo a los animales. Es esta una creencia que probablemente nace del legado de William Hogarth plasmado en su obra ‘The Four Stages of Cruelty’ (las cuatro etapas de la crueldad), de 1750. Como pintor satírico, en la primera etapa tortura a un perro con una lanza y otros niños torturan a otros animales. En la segunda azota a un caballo; en la tercera asesina a una mujer y en la cuarta, tras ser ejecutado en la horca, su cuerpo es entregado a la ciencia para ser diseccionado. Pero si en un ser humano no es maltrato el realizar actuaciones de tipo estético de carácter subjetivo e innecesarias, como poner pendientes a un bebé, ¿por qué sí son consideradas maltrato en perros? Incluso atendiendo a un perfil puramente estético, como un corte de orejas o amputación parcial de la cola, estas actuaciones deberían ser permitidas siempre que cuenten con asistencia veterinaria.
Contradicciones tan evidentes son las que provocan un ‘cacao mental’ que en buena medida tratan de reconducir con programas de educación doctrinal que son limitadores del ejercicio de la libertad. Dentro de nuestra moral está el respeto hacia otros seres vivos inculcado durante siglos por el humanismo cristiano en Occidente, el budismo en Asia y otras confesiones en distintas formas y zonas del planeta.
También el ético, que no se puede enseñar, y debe nacer en la propia decisión. Una convivencia armónica entre personas y animales recae en la opción ejercida de tener perro y no puede ser derivada a la sociedad y al Estado, lo que, en consecuencia, conlleva la asunción de los principios de derechos de los animales.
Cualquier actuación sobre un perro que le cause algún tipo de dolor es execrable