La afición a las aves
uando yo era niño, se podían contar con los dedos de las manos los ornitólogos practicantes que había en España. En casa, mi padre, que hablaba idiomas, recibía a muchos extranjeros que venían buscando las joyas ornitológicas locales. Nos referíamos a ellos como ‘pajariteros’ y procedían sobre todo de Gran Bretaña, Alemania y Países Bajos. Por entonces, estos ‘pajariteros’ eran bien acogidos por los propietarios de fincas y cotos de caza, que les daban facilidades para que realizaran sus observaciones y estudios sobre las aves.
En mi época de estudiante universitario, surgió el movimiento ecologista y nacieron los primeros organismos estatales dedicados, al menos sobre el papel, a la conservación, como el Icona. Sus agentes accedían a las propiedades privadas y decretaban limitaciones en el uso de los recursos naturales bajo el pretexto de la conservación. Los observadores de aves ya no eran bienvenidos en las fincas, porque en ellos veía el propietario al informante de los agentes medioambientales que imponían las prohibiciones.
En 2002 un grupo de estos propietarios creó la Fundación de Amigos del Águila Imperial Ibérica y Lince Ibérico. Su objetivo, tras la salvaguarda de ambas estelares especies, era intermediar ante las instituciones oficiales de conservación para llegar a una concordia que beneficiara la suma de esfuerzos en favor de la rapaz y el felino.
Los resultados no se hicieron esperar y es de justicia reconocer sus méritos, especialmente ahora que la fundación cumple 20 años. Y también ahora que la ciencia ornitológica se ha vuelto ciudadana y cuenta con innumerables adeptos que son bienvenidos en muchas propiedades que han desarrollado un nuevo negocio basado en el turismo de naturaleza.
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