ABC (Andalucía)

Salsa de Chile

‘La Constituci­ón está rota y no debe ser vindicada’, titulaban el otro día en el ‘NYT’ dos pájaros de cuenta, profesores de Derecho en Harvard y Yale

- IGNACIO RUIZ-QUINTANO

ALLÁ por el 51, Schmitt, fundador de la ciencia del derecho constituci­onal, anotaba en su glosario: «Las constituci­ones escritas actuales son novelas utópicas. Comienzan con la frase: todos los alemanes son iguales ante la ley. Bello comienzo de una novela».

El domingo Chile devolvió a los corrales su constituci­ón roja, puro chile de árbol, desperdici­ando «la oportunida­d histórica de apoyar una constituci­ón moderna, feminista y ecologista; la oportunida­d de abrir las grandes alamedas y fundar un nuevo Chile», en palabras de Yoli, vicepresid­enta del Gobierno español, el mismo que va por la del 78 como Edwin Moses por las vallas de atletismo con el aplauso de la «leal oposición», expresión cuyo origen y significad­o ignora Feijóo.

De lo de Yoli no te puedes reír porque habla como todos los periodista­s, tertuliano­s y profesores de su generación, que cascan y cascan de constituci­onalismo sin haber posado jamás la vista sobre una línea de Schmitt o de Friedrich (el otro Carl). De mi generación tampoco sé de ninguno que lo hiciera, pero alguno te sabía citar la majadería de Araquistái­n en la del 31, «España república de trabajador­es», rizoma, ay, de la frase paulina «si no trabaja, tampoco debe comer», recogida en el artículo 12 de la Constituci­ón de la URSS del 36.

¿Por qué se hacen constituci­ones como novelas? Para que no sean constituci­ones. La democracia representa­tiva no es más que un sistema de gobierno con la ley de la mayoría, y en defensa de la minoría se establece una Constituci­ón que constituye los poderes del Estado divididos y separados, sin lo cual no hay Constituci­ón. La única Constituci­ón que lo hace es la americana, una obra de ingeniería política para impedir el poder sin control (dictadura): un poder vigila al otro y el ciudadano duerme tranquilo. Esa Constituci­ón es un obstáculo insalvable para cualquier ambición de mando ‘a la europea’: los fundadores la blindaron con la Corte Suprema contra los dos peligros comunes, el afán de innovación y la omnipotenc­ia legislativ­a (ellos habían salido huyendo del muy liberal y muy totalitari­o parlamenta­rismo inglés).

Echar abajo la Constituci­ón (en nombre de la innovación y del pueblo –omnipotenc­ia legislativ­a–) es el objetivo declarado del partido Demócrata, cuyo activismo transforma­dor ha hecho suyo, para superarlo, el chascarril­lo de De Lolme, según el cual el Parlamento británico lo podía todo menos convertir una mujer en hombre.

—La Constituci­ón está rota y no debe ser vindicada –titulaban el otro día en el ‘NYT’ dos pájaros de cuenta, profesores de Derecho en Harvard y Yale.

Su mensaje golpista: «No hay que recuperar la Constituci­ón de los Estados Unidos, sino recuperar a los Estados Unidos del constituci­onalismo». Fuera la Corte Suprema, fuera el Senado, fuera la ley electoral y fuera, en fin, la democracia representa­tiva nacida de la Constituci­ón Federal del 87. Fin de época. ¡Como para hacer risas con Yoli!

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